Al aire libre
El cordonazo en vacaciones
Comunicadora, escritora y periodista. Corredora de maratón y ultramaratón. Autora del libro La Cinta Invisible, 5 Hábitos para Romperla.
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Puse doble transmisión a mi camioneta porque el camino de la hacienda estaba resbaloso por el aguacero del día anterior. Abrí las ventanas ¡qué olor de la tierra húmeda! Qué rico ir sola, sin apuro, en un día entre semana.
Los horarios flexibles, el teletrabajo, son logros de la pandemia. Llevas tu laptop y te conectas donde sea.
Me senté a escribir viendo Quito de lejos con el ladrido de los perros de la Dolores, una mujer que es de hierro porque en todos los años que la conozco está igual de fuerte y emprendedora.
Ella y otras personas estaban haciendo minga en la cuneta del camino. La semana pasada limpiaron la acequia que baja del Ruco Pichincha porque ya venían las lluvias. Pensé que en las lomas de Pomasqui no hay una Dolores que se prepare para el invierno y por eso se inundan sus calles.
Yo pasaba de niña al aire libre, los tres meses de vacaciones. Mi papá salía de madrugada a Quito y volvía de noche. Con mis hermanas lo esperábamos en pijama leyendo El Maravilloso Viaje de Nils Holgersson.
Se trataba de un niño que viajaba sobre las plumas de un ganso y recorría toda Suecia. Mi mamá señalaba en un mapa por dónde andaba Nils. De pronto, oíamos algo a lo lejos y nos asomábamos a las ventanas. Había luces en el camino. ¡Ya llega mi papá!
Siempre traía alguna sorpresa, un juego, el periódico, el pan Arenas, chocolates dorados La Universal, a veces venía con una de mis hermanas mayores, un poco carilargas por dejar el mundanal ruido de Quito. Y otras veces traía a una prima o una amiga, que era un sueño hecho realidad.
La invitada seguía la rutina hogareña de calentar su pijama en el antiguo calentador a diésel. Luego, como no había electricidad y la luz de velas es un poco sobrecogedora, nos acostábamos y mi mamá nos hacía rezar el Rosario. Cuando estábamos con mucho sueño o teníamos huésped, rezábamos solo una decena. No hay mejor somnífero que las Avemarías.
Una que otra noche se metía un catso o escarabajo a nuestro cuarto y yo me aterraba. Creo que alguna vez se enredó uno en mi pelo y desde ahí me volví catso-fóbica. Entonces, mi papá con paciencia y en la oscuridad buscaba el bicho siguiendo su rrrrrrrrrrruido y lo agarraba. Lo sacaba y volvíamos a dormir en paz.
Los amaneceres en la hacienda eran maravillosos. Entraba el sol por la ventana y yo abría los ojos buscando en la hilera de camas a mi amiga. ¡Vamos a jugar!
Nos poníamos botas de caucho y salíamos al jardín, a los potreros, a la acequia, y si había llovido, encontrábamos alguna novedad: un río minúsculo que se había formado entre las plantas, unos catsos tratando de meterse en sus huecos -por supuesto, ese rato no me daba miedo-, las hojas tenían gotas brillantes, había flores de las que podíamos tomar el néctar, el olor de eucalipto estaba más fuerte que nunca, caminábamos por los charcos, y de pronto, ¡a desayunar!
Más tarde cargábamos con El Enano, mi hermano menor, para caminar por el bosque. Corríamos y nos perdíamos. Un rato nos subíamos a un árbol, otro nos íbamos a las chilcas o arbustos, o caminábamos por un chaquiñán lleno de aromas, con abejas y mariposas, hasta el río que bajaba con agua pura de vertientes.
Si encontraba algún libro, que seguramente lo había leído el año pasado y el anterior, caía en la lectura. Mi papá me veía horas en un sillón y me decía, “a jugar”, me quitaba el libro despacito, señalaba la página con algo y me mandaba para afuera.
Una noche cayó un aguacero con truenos de esos que ya no son divertidos. Los más chiquitos nos metimos en la cama de mis papás. Entre sueños oí a mi mamá decir en voz baja: “se está inundando la casa”. Luego otra frase de alguien: Se fue la acequia… El granizo tapó la entrada.
Es el Cordonazo de San Francisco…
Esa última frase me zumbó a un sueño inquieto, pero, sueño al fin.
Nos despertamos antes de salir el sol. Había movimiento en la casa, se oían voces de gente limpiando el corredor, el cuarto de las monturas, creo que hasta debajo de las camas.
Nos pusimos las botas de caucho y salimos despacito. Había lodo por todas partes, el jardín estaba con lodo, de la acequia sacaban palas y palas de lodo con granizo.
Pero el campo estaba blanco.
"Vamos a jugar con el granizo", musitamos asombradas. Enano incluido.
Fue la revelación, después del susto vino el gusto. Nos lanzamos 'nieve', comimos 'nieve', nos resbalamos en la 'nieve', se metió agua en las botas y nos estilamos las pijamas. La palabra Cordonazo se me grabó para siempre como la máxima diversión de la vida.