Una Habitación Propia
Te compadezco, maldito imbécil
María Fernanda Ampuero, es una escritora y cronista guayaquileña, ha publicado los libros ‘Lo que aprendí en la peluquería’, ‘Permiso de residencia’ y ‘Pelea de gallos’.
Actualizada:
Cuando tu mamá se muera te van a llamar por teléfono. No podrás estar ahí. Alguien del otro lado del aparato te dirá que nunca la vas a volver a ver, que la cremarán, que un funeral en esta situación es imposible.
Tu mamá se convertirá en ceniza sin ritual, sin una bendición, sin el adiós que merecía. Te despedirás de una foto de ella, sonriente, en su último cumpleaños.
Cuando tu abuelo se vaya, solo, sin nadie que le agarre la mano y susurre plegarias contra el terror de morir, pensará en ti, pensará en qué buen nieto tuvo y en cuánto hubiese querido verte por última vez.
Tu abuelo, ese que sobrevivió a todo menos a esto. Ese que sobrevivió a todo menos a tu estupidez.
Cuando se mueran ellos, digo, pensarás –y ese pensamiento te hará mierda para siempre– en esa salida a tomar cervezas con tus amigos, en ese paseo por el parque, en esa visita que pudiste haber evitado, en las veces que, por aburrimiento, soberbia –“las normas están hechas para romperse”, “no es tan grave, después me pongo alcohol en las manos”– o simple imbecilidad, saliste de la casa donde tenías que guardar cuarentena y luego volviste donde él, donde ella, a contagiarlos.
Pensarás que es tu culpa y esa culpa se instalará en tu alma y la pudrirá.
Cuando las personas mayores que amas se mueran te morirás un poco tú también, pero seguirás vivo: la peor forma de morir.
Los zombis apocalípticos no serán ellos, los muertos de la pandemia, sino los vivos que propagaron el virus. Esos son los que caminarán entre nosotros haciendo ruidos animales, queriendo calmar un hambre insaciable: el hambre de perdón.
Casi te compadezco, pedazo de imbécil que paseas por la ciudad como si esto fuera broma, como si tu frasquito de gel desinfectante fuera el escudo de un dios, como si cada vez que vuelves a casa después de tu inaplazable cerveza, de tu entrenamiento “porque estoy perdiendo velocidad”, de la absurda visita que le hiciste a tus amigos, no estás llevándole en todo tu cuerpo una sentencia de muerte a tus mayores.
Tú los vas a matar, amigo.
No el virus, tú.
Casi compadezco a ese idiota que va a recibir la llamada del hospital diciéndole que su mamá no pudo luchar contra la enfermedad y que murió ahogándose, en estertores, desesperada. Casi siento pena, digo, por el estúpido que por no aplazar un paseo ahora está recibiendo la llamada que le destruirá para siempre la vida.
Cuando todo esto pase, si es que pasa, nos quedará un planeta lleno de culpables.
Haz el favor, quédate en tu casa.