De la Vida Real
El collar de mi abuela y un robo regalado
Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido.
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Me quedé acostada en la cama un largo rato. Todavía nadie se había despertado. Hice un cálculo con mis dedos para ver desde hace cuánto tiempo no dormía en la casa de mi abuela.
No daba con el resultado. Soy pésima haciendo cálculos matemáticos. Entonces, me acordé que la última vez que dormí ahí tenía unos 17 años. Me fui a la fiesta de unos amigos puesta un collar rojo.
Y el recuerdo siguió. Desde que era niña, tenía una obsesión por ese collar rojo. Mi abuela es morena, de cuello largo, y creo que en esa época tenía el pelo negro. Ese detalle no me acuerdo, porque se lo pintaba. Usaba unos aretes chiquitos de perlas junto al collar rojo que le daba el toque de belleza.
Yo le pedía insistentemente que me heredara ese collar cuando se muriera, y ella me contestaba riéndose: "Es un collar adefesioso, pero no se preocupe, chiquita, yo le he de dejar de herencia". Los años pasaban, mi abuela no se moría y yo no tenía el collar, que cada vez lo veía más hermoso.
Tenía 17 años y había una gran fiesta en Tumbaco, cerca de la casa de mis abuelos. Me quedaba a dormir ahí, como de costumbre cuando salía de farra en el otro valle.
A esa fiesta iba a ir el chico que me gustaba, pero, obviamente, él no me paraba bola. Por eso, esa noche quería ir regia. Le pedí a mi abuela que me prestara el collar rojo, con la intención de no devolverlo jamás.
Mi abuela, feliz, me prestó su collar. Era de mullos rojos trenzados entre sí. Una obra maestra muy simple, pero una joya que de alguna manera regalaba luz, esplendor.
Me acuerdo que me puse el collar con unos aretes largos de plata, un pañuelo de estrellas azules, una blusa negra, un jean apretado y unas botas cafés. Sí, reconozco que nunca me he caracterizado por un buen sentido de la moda, sino por un estilo propio que hasta ahora conservo.
Esa noche me hice una cola de caballo apretadísima. La idea era que cuando me sacara el pañuelo luciera el collar.
Estaba conversando con mis amigos, cuando de repente Juan Pablo, el chico que me gustaba, me sacó a bailar. No podíamos hablar mucho, porque la música estaba a todo volumen. Pero me acuerdo que me dijo: “Valen, qué lindo que es tu collar”.
Sentí que era la Cenicienta de la noche. Estaba tan feliz. No podía dejar de sonreír. Es una de esas sensaciones que una no olvida jamás.
A las once de la noche en punto mi abuelo me fue a retirar. No pude disimular mi frustración. La fiesta recién comenzaba. Claro, en ese tiempo no había celulares ni aplicaciones de taxis. El abuelo te iba a ver y no había vuelta atrás.
Subí a dormir en el cuarto de invitados. Me solté el pelo, me quité los aretes, me desmaquillé y me puse pijama. Me saqué el collar y lo guardé en el fondo de mi mochila. Ya no era solo un collar que me gustaba; ahora tenía un valor agregado. También le gustó a Juan Pablo.
El tiempo pasó y el encanto del collar se perdió. O, tal vez, yo perdí el interés por él. Lo guardé junto a tantos collares hippies que tengo. Creo que el hecho de que era robado hizo que sintiera vergüenza de usarlo con libertad.
Ayer me quedé a dormir en la casa de mi abuela, porque mi carro se dañó. A mis (casi) 40 años, tengo otras responsabilidades que van más allá de las farras y las fiestas. Ahora estaba angustiada por no ver a mis hijos ni a mi esposo. ¿Qué habrán comido? ¿Habrán dormido bien? ¿Me extrañarán?
Por suerte, en esta época hay celulares y miles de aplicaciones que nos facilitan la vida. Les mandé mensajes de audio a mis hijos y ellos me mandaron videos informativos. Supe que mi esposo les hizo tostadas con huevo frito. Les dejó dormir en nuestra cama a los tres hijos y él se quedó viendo fútbol hasta la madrugada.
Me levanté tranquila, con ganas de regresar a mi casa, darles besos a mis guaguas y rescatar el collar rojo. Pero, para eso, antes de irme, quería confesarle a mi abuela el robo.
Desayunamos juntas, café con tostadas y mermelada de mora. Me hizo falta mi abuelo, quien murió hace 12 años.
– Pepé, ¿se acuerda del collar rojo que usted tenía y yo amaba?
– Sí, ese adefesioso que le regalé para que se vaya a una fiesta cuando usted era jovencita.
– Sí, ese mismo.
No hizo falta decir nada más, y seguimos desayunando.