De la Vida Real
Cuando la educación pierde contacto con la realidad
Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido.
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Cuando me enteré de la decisión del Ministerio de Educación, no pude evitar sentir que estábamos retrocediendo en vez de avanzar. En medio de una crisis de inseguridad, hay una guerra que se siente tan ajena como aterradora. Nos encontramos de nuevo encarando la pantalla en un intento de normalizar lo que no tiene nada de normal: la educación virtual.
Durante la pandemia, las clases virtuales se convirtieron en nuestra realidad. Aunque nunca las entendí del todo, había una rutina. Estábamos todos en la casa intentando hacer de la educación a distancia algo productivo. Aunque siempre las odié, hice un intento por adaptarme y hacer que los guaguas también se adapten, lo que me generó un estrés tenaz. Subir deberes, obligarles a que se conecten, estar pendiente de la llamada de los profesores... Terminé colapsada y sobrecargada.
Pero había una razón para estar en educación virtual. Un virus podía atacarnos y matar a toda la familia. Pero ahora la situación es distinta. No estamos en confinamiento. Los padres trabajamos afuera y ya no en teletrabajo. ¿Cómo se supone que nos organicemos? ¿Con quién dejamos a nuestros hijos? ¿Con qué se conectan ahora si yo también necesito la computadora?
Estas casi dos semanas han sido un tormento. Ya se demostró que las clases virtuales fueron un fracaso global durante la pandemia. Los niños y adolescentes no se concentran, se aburren, se distraen y, en realidad, aprenden nada o casi nada. Y ahora los profesores esperan que aprendan matemáticas, ortografía y ciencias a través de un dispositivo. No les culpo a ellos que hacen su trabajo, pero sí a sus jefes que siguen un patrón fallido con la idea irracional de cumplir con el currículo académico.
¿Con cuántos vacíos van a volver los niños a clases? Y los profesores solo van a continuar con el pénsum académico, como si los niños fueran robots. Como si todos los alumnos hubieran absorbido a la perfección el conocimiento impartido en la virtualidad.
Hemos convertido a nuestros hijos en esclavos tecnológicos, aumentando su estrés innecesariamente. ¿Por qué no pedirles que lean un libro interesante o que vean una película educativa o que realicen un proyecto chévere donde puedan investigar y hacer algo concreto? Así pasarían ocupados sin perder el contacto con el aprendizaje si es lo que quiere el Ministerio de Educación, y conectarse un ratito para hablar sobre un tema específico.
En mi época, se suspendían clases y éramos felices cuando había las famosas 'bullas'. No íbamos al colegio y pasábamos hermoso en la casa: jugábamos, veíamos tele o no hacíamos nada, porque los niños también necesitan no hacer nada para estar bien. Mientras más se aburren, más creativos son. ¿Nos pasó algo a nuestras generaciones que no teníamos clases virtuales?
Me acuerdo de que, algunas veces, me dejaban encargada en la casa de mi abuela y pasaba hermoso porque también iban mis primas. Cocinábamos, jugábamos durante horas y, por la tarde, le acompañábamos a mi abuela a tejer sus chambritas.
Pero no, ahora el Ministerio insiste en trasladar el currículo presencial al virtual sin considerar las dinámicas del hogar. En mi casa pasan mil cosas: llega el gas, el vecino corta el césped, llegan vendedores a la puerta... ¿Y los niños? ¿Cómo se van a concentrar?
Se supone que la educación busca igualar oportunidades entre los estudiantes. Sin embargo, la virtualidad solo amplía la brecha. Hay niños, como mi hijo, que no van al ritmo del grupo. Otros ni siquiera tienen acceso a internet o, en sus casas, no hay más que un dispositivo para que puedan asistir a la virtualidad. También hay casos de familias donde los estudiantes no tienen un espacio físico adecuado para recibir clases. Es todo un tema de logísticas que las familias están obligadas a solucionar. Y, mientras tanto, el inspector llama para preguntar por qué no asistió a clase el niño.
Los adultos deben lidiar con la guerra. Dejar que militares, policías y terroristas resuelvan sus conflictos mientras los políticos negocian. No deberían ser los niños quienes paguen las consecuencias, quienes oyen la palabra “guerra” se estresan más y encima les sacan de su rutina.
¿Por qué nosotros, los padres, debemos convertirnos en profesores improvisados? El Ministerio de Educación no debería ver las clases virtuales como una solución parche para evitar retrasos académicos.
Poner un “curita” a una herida tan profunda es ridículo. Necesitamos soluciones reales que consideren el bienestar emocional y educativo de nuestros hijos. No podemos seguir pretendiendo que la virtualidad esa la cura para todos los males cuando ya hemos visto sus efectos negativos. Es hora de pensar fuera de la pantalla y adaptarnos con creatividad y sensibilidad a lo que nuestros niños realmente necesitan.