La clase media se va a la playa
Pablo Cuvi es escritor, editor, sociólogo y periodista. Ha publicado numerosos libros sobre historia, política, arte, viajes, literatura y otros temas.
Actualizada:
¿Desde cuándo eso de ir a la playa se convirtió en una religión para la clase media quiteña? Como yo me crié en Manta, frente a la playa de El Murciélago, puedo dar la fecha exacta: desde los carnavales del año 1969.
Ignoro el porqué, pero fue en esa vacación cuando el flamante malecón mantense se llenó por primera vez de carros con placas de Pichincha y los dos o tres salones de la playa se abarrotaron de turistas enrojecidos por el sol que comían ceviches y bebían cerveza al ritmo de las cumbias de Los Graduados.
En la década siguiente, el flujo apuntó hacia Atacames, Súa y otras playas esmeraldeñas que quedan más cerca de la capital.
El turismo interno cobraba impulso con el boom petrolero que ampliaba el segmento de los profesionales de diverso tipo, quienes se volcaban al mar en los feriados largos, con los niños sentados en los peligrosos baldes de las camionetas Datsun o Toyota, símbolos de esa época que vio surgir a los primeros edificios multifamiliares.
Desde entonces ir a la playa se convirtió en una obligación. Si no ibas, no eras nadie socialmente, grave pecado para un sector inseguro y arribista por definición. La vida de barrio y el juego con agua quedaron relegados para quienes no podían salir de vacaciones.
Eso al principio; luego las playas se fueron colmando de bañistas que llegaban en buses, a veces por un día, con jabas de cerveza y ollas de comida. Para entonces los pudientes ya se habían refugiado en sectores apartados, más o menos exclusivos, u optaban por asolearse en Miami Beach, Cancún o las islas del Caribe.
En los períodos de bonanza nacional, la clase media tampoco se quedó atrás pues el viaje familiar a Disney World y la foto con Mickey Mouse también se convirtieron en un ‘must’, para no hablar de la escapadita a Cartagena y las islas del Rosario.
Ahora que han vuelto las vacas flacas, con Covid incluido, les toca a muchos retornar a las playas originales por la Alóag–Santo Domingo, sorteando los derrumbes como hace 60 años.
Más aún: si los conspiradores de la Asamblea consiguen apoderarse de las instituciones políticas e impiden arreglar la economía, la vapuleada clase media quiteña solo podrá llegar a los locros de Guayllabamba. Y eso con suerte.