Lo invisible de las ciudades
Ciudades, smartphones y placebos
Arquitecto, urbanista y escritor. Profesor e Investigador del Colegio de Arquitectura y Diseño Interior de la USFQ. Escribe en varios medios de comunicación sobre asuntos urbanos. Ha publicado también como novelista.
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El smartphone es la interfaz que usamos para conectarnos con la realidad; o al menos eso creemos. Amistades, negocios, romances e interacciones similares las hacemos a través de aquel aparato.
También ha cambiado nuestra forma de usar y entender a la ciudad y a los espacios públicos; y ciertamente son estos dos escenarios los que han salido perdiendo de esta nueva forma de socializar.
Somos criaturas sociales. Nos volvimos -supuestamente- animales racionales, mientras nos congregábamos en las noches alrededor del fuego. Ahí comenzamos a contarnos historias, a bailar y a iniciar tradiciones.
Durante el día, ese mismo espacio lo usábamos para eventos más formales y relevantes. Tenemos desde entonces la necesidad de establecer un espacio común de encuentro para conectarnos.
La plaza está dispuesta en el código genético de todos los seres humanos, sin importar su lugar de origen o cuán avanzada sea su civilización.
Pero aquel espacio queda cada vez más y más abandonado, porque nuestra vida social se hace en una pantalla; mientras estamos despeinados en la cama, o sentados sobre el inodoro.
Ahí manifestamos nuestras opiniones políticas, discutimos sobre los eventos más recientes, hasta conocemos a las personas con las que quisiéramos intimar.
Esto no es el reclamo de alguien avejentado, que añora los tiempos idos. Soy un frecuente usuario de las redes; pero sí siento que nos hace falta el equilibrio entre lo real y lo virtual.
Creo que los componentes de la ciudad -la calle, la plaza, el parque, el barrio- sí nos permiten medir la magnitud y la relevancia de los problemas que nos alteran. Los medios digitales carecen de la escala que nos ofrecen los espacios más allá del smartphone.
Y eso nos expone a problemas que nos alteran, de los cuales no tenemos capacidad de intervención alguna.
Ahora, el conflicto entre israelíes y palestinos nos perturba más que lo ocurrido en nuestra calle. El incremento de la delincuencia nos duele cuando lo vemos en un video de Tiktok. La paranoia y el miedo se nos activan cuando el algoritmo lo desea.
De paso, los eventos que consumimos en la dimensión difusa de las redes sociales nos llevan a una acción cívica estéril. No hay menos plásticos en los mares, por nuestros mensajes; ningún soldado ha dejado de disparar por el mensaje enviado en un meme.
El único propósito de estos mensajitos es cohesionar nuestros vínculos tribales a través de sesgos de confirmación; que se usan para definir quiénes son de los nuestros, y quiénes son "los otros".
No quiero que apaguen Instagram o "X". No se puede hacer nada contra los mensajes sin fundamento que tus amigos y familiares difunden por WhatsApp. Si quieren seguir peleando por redes sociales, háganlo. Yo soy el primero en hacerlo.
Pero -por muy injusto que nos parezca lo que ocurra al otro lado del planeta- nuestra opinión no cambiará la realidad en lo absoluto; y no creo que valga la pena frustrarse por algo que está más allá de nuestro control.
No solucionaremos la injusticia; no acabaremos con las guerras o la destrucción del planeta.
Puede que los smartphones hayan cambiado el mundo en el que nos desenvolvemos; pero nosotros no podremos cambiarlo nuevamente a través de los smartphones y las limitaciones invisibles que nos imponen. Ese es el gran poder del placebo tecnológico.
Y si ya están empachados por todos los males del mundo, conéctense con los espacios y la gente que están más allá de su casa u oficina. Mejoren su barrio y ayuden a las personas que han estado ignorando por ver esa pantalla que tienen en la palma de su mano.
Quizá así, de a poco, podamos reconectarnos con nosotros y la realidad.