Lo invisible de las ciudades
La ciudad y el miedo
Arquitecto, urbanista y escritor. Profesor e Investigador del Colegio de Arquitectura y Diseño Interior de la USFQ. Escribe en varios medios de comunicación sobre asuntos urbanos. Ha publicado también como novelista.
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Desde siempre, congregarnos en una ciudad ha sido el equivalente humano a los peces, nadando en enormes cardúmenes. Al agruparnos, disminuimos los riesgos de morir. Es así como hemos enfrentado diferentes adversidades a través de la historia: hambrunas, guerras, plagas, etc. Pero a esto debemos agregar otra paradigmática variable a la ecuación; y es que desde siempre, la amenaza más permanente a la supervivencia del ser humano es el mismo ser humano. El “homo homini lupus” de los tiempos romanos sigue aún vigente.
Dicho de otra manera, la ciudad es esa pecera enorme, donde nos congregamos en grandes números para hacerle frente a los peligros que nos amenazan. Pero, al mismo tiempo, dentro de nuestro propio cardumen existen depredadores ocultos, ansiosos por darle un golpe certero a algún miembro de su propia especie.
Últimamente, sentimos que vivir en una ciudad ecuatoriana es la expresión superlativa del miedo. Cierto es que nunca hemos pasado por circunstancias como las actuales; pero el miedo ha sido siempre uno de los motores principales de las dinámicas urbanas.
En ninguna ciudad ecuatoriana se ha visto que sus habitantes deban dormir en sus colectores de aguas servidas, por miedo a un bombardeo enemigo. La traumática experiencia de Guayaquil a comienzos del Covid, con gente muriendo de manera súbita por las calles, es un paseo comparado con los tiempos de la peste negra. La misma Guayaquil tuvo epidemias peores con la fiebre amarilla y el “vómito prieto”, que causaban el cierre del puerto por cuarentena, y ponían con eso la economía de nuestro país al borde del colapso.
Ahora nos aterran las vacunas, los secuestros y los atentados. No contestamos las llamadas de números desconocidos, por miedo a ser sobornados por vacunadores. Sospechamos mil veces más del taxista o del Uber que nos lleva a casa. Evitamos ciertos lugares, a partir de ciertas horas. Escuchamos las desgracias ocurridas a los conocidos de nuestros conocidos, y actuamos como si nosotros fuéramos las próximas víctimas, en ese mismo lugar, a esa misma hora; como si a los delincuentes les interesara tener un récord de precisión estadística en sus delitos.
El miedo nos vuelve miopes y egoístas. De pronto, lo único que importa son las amenazas a nuestro estilo de vida. La masacre entre Israel y Palestina, que antes empujaba a muchos a escupir indignación por sus redes sociales, pasa a un segundo nivel. La idea de un niño africano recorriendo kilómetros con una tinaja de agua sobre su cabeza no nos pasa por la mente, mientras vemos con paranoia al taxista o al desconocido que acaba de entrar a la tienda, detrás de nosotros. Asumimos el miedo que sentimos como una anomalía, cuando en realidad es el sentimiento que nos mantenía vivos en tiempos menos civilizados.
No quiero con esto, aminorar lo triste de nuestra situación. Tenemos derecho a pedir una realidad mejor, para nosotros y para nuestros hijos. Pero creo que debemos estar conscientes de que hay escenarios aún peores.
Tampoco debemos olvidar que -una vez superada esta crisis social- seguramente vendrá otra, que también nos quitará el sueño, sin importar si es menor o mayor que las crisis vividas anteriormente.
El miedo es parte de nuestras vidas; mucho más aún desde que vivimos en esos ganados enormes que conforman las ciudades. Pero el miedo es también el gatillo que dispara el ingenio y -en ocasiones- la solidaridad. Son esas dos cualidades humanas las que nos permitirán sobrevivir a estos tiempos oscuros. El miedo y la desgracia no deberían quitarnos la risa, sin importar que seas mendigo o ministro. Los factores que lo causan no son eternos. Y mucho más importante que todo esto, sentir miedo nos indica que aún estamos vivos y con ganas de seguir viviendo.