Punto de fuga
Y ahora, ¿quién podrá ayudarlos?
Periodista desde 1994, especializada en ciudad, cultura y arte. Columnista de opinión desde 2007. Tiene una maestría en Historia por la Universidad Andina Simón Bolívar. Autora y editora de libros.
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Quienes vivimos fuera de nuestros países de origen atesoramos la tranquilidad que produce tener un consulado a la mano. O a dos o a cinco ciudades de distancia; en todo caso, que quede en el mismo país donde uno está. Quienes vivimos con el membrete de extranjeros sabemos que cuando nadie, absolutamente nadie, nos pueda o quiera tender una mano, si hay un consulado de nuestro país al alcance siempre habrá alguna esperanza. Esa certeza la acaban de perder hace dos días miles de ecuatorianos —en diferentes situaciones migratorias— en territorio mexicano.
Deben ser miles también los ecuatorianos regados por el mundo entero que no tengan más remedio que estar sujetos a la penuria de vivir bajo el régimen de una embajada concurrente. Es decir, que tienen que trasladarse a algún país cercano al que viven porque es ahí donde están la embajada y los consulados que tienen a cargo esa jurisdicción.
Por ejemplo, en 2022 era el caso de 77 países que estaban a cargo de 26 embajadas ecuatorianas. Dos muestras: quienes vivan en República Checa, Lituania, Letonia o Estonia, por fuerza tendrán que ir a su embajada concurrente que es la de Alemania. O quienes se hayan afincado en Kuwait, Jordania, Omán, Pakistán, Siria o Irak, puedan o no, tendrán que ir hasta Qatar si necesitan algún trámite consular. No es sencillo. Lo dicho, una penuria.
Y, claro, es comprensible que los países no tengan misiones diplomáticas en todos los rincones del mundo; diferentes niveles de relación e intereses marcan la necesidad de establecer embajadas y consulados. ¿Cuántos ecuatorianos habrá en Omán? (busqué por todo Internet sin éxito, si alguien sabe la cifra, por favor, páseme el dato).
Pero México, precisamente en este momento de la ola migratoria ecuatoriana hacia Estados Unidos, no es un país en el que el Ecuador puede darse el lujo de dejar a la buena de dios (y/o de la voluntad de los samaritanos) a decenas de miles de personas que están en extremo estado de vulnerabilidad. Necesitando un consulado a gritos.
Quizá quienes nunca han utilizado un consulado de su propio país no alcancen a dimensionar el papel de salvavidas que puede llegar a cumplir ese espacio burocrático —y muchas veces desangelado— en caso de verdadera necesidad. Tampoco es que sean la panacea, pero puestos ante una emergencia con riesgo para la integridad física o una urgencia legal del tipo de-vida-o-muerte uno realmente llega a agradecer de rodillas su existencia.
Y si bien, a partir del 16 de mayo pasado, tanto las oficinas de la OIM (Organización Internacional para las Migraciones), como las de la ACNUR (Agencia para los Refugiados de las Naciones Unidas) y los consulados de Perú en México servirán para aliviar en algo las necesidades más urgentes de los aproximadamente 70.000 ecuatorianos en situación irregular en ese país (dato del 2023), nunca será lo mismo.
La protección y atención ofrecidas tendrán que necesariamente compartirse con decenas de miles de migrantes en situación irregular de otros países, en mayor número y necesidad que ellos (venezolanos, hondureños y guatemaltecos, en ese orden; Ecuador es actualmente el cuarto país con más migrantes irregulares en México). Para los ecuatorianos en apuros, dichas oficinas se sentirán, necesariamente, ajenas.
No es que los aproximadamente 4.000 ecuatorianos que viven con sus papeles en orden en México no importen, obviamente importan, pero la necesidad de los otros —los que están de paso, jugándose la vida— es tan abrumadora que es imposible no dolerse más por ellos, que quedaron atrapados en la polvareda fatal que ha levantado esta pelea de gallos (cada uno más gallito que el otro).
La realidad se pone aún más cuesta arriba para miles de ecuatorianos que llevan marcados a fuego sus membretes de extranjeros, y uno quisiera que la vida fuera como esos programas cómicos mexicanos con los que crecimos varias generaciones de ecuatorianos, para poder clamar por ayuda con la consabida pregunta de "¡¿y ahora quién podrá defenderme?!". La mágica invocación lograría que de algún lado saliera un super héroe inepto y chaparrito, vestido enteramente de rojo, para asegurarnos que se hará cargo y que ya estamos a salvo. Porque, visto lo visto, parece que los ecuatorianos —en este y cualquier otro de los problemones que nos aquejan últimamente— ya no tenemos más remedio que encomendarnos al Chapulín Colorado.