Una Habitación Propia
El cielo de los animales
María Fernanda Ampuero, es una escritora y cronista guayaquileña, ha publicado los libros ‘Lo que aprendí en la peluquería’, ‘Permiso de residencia’ y ‘Pelea de gallos’.
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En el cielo de los animalitos están los gatitos recién nacidos que mi abuela ahogaba en fundas plásticas cerradas y también sus madres, a las que les daba comida con veneno.
En el cielo de los animalitos está el elefante que cazó el rey Juan Carlos de España y los otros animales salvajes a los que han matado los nobles durante toda la historia. Hay leones, tigres, rinocerontes, osos, cebras, panteras y leopardos cuyas cabezas y pieles que adornan las casas de los ricos porque sí, porque les parece elegante que sus invitados pisen lo que fue vida y hermosura.
Porque pueden.
Está el animal que se llevó como souvenir el cazador con el que coincidí en Tanzania y cuyos rifles salieron junto con mis maletas llenas de peluches de jirafas y elefantes.
Están todos los perros que vivieron con nosotros y que convirtieron nuestra casa en un hogar, mis hermanitos perros, el Lobo, la Candy, la Nena, y, la última en llegar al cielo, la Dolly, que apenas lleva ahí unos meses, pero ya está en casa, junto a su manada, la manada Ampuero.
También los periquitos, peces, pollitos y el pato Cuack que sobrevivió a todo tipo de accidentes, incluyendo el más estúpido: casi se ahoga en una lavacara de agua porque parece que no todos los patos saben nadar. Murió de mayor y persiguió a mi mamá como su mamá pata hasta el último día.
En el cielo de los animalitos están todos los animales que me he comido, que no me guardan rencor, ni a mí ni a nadie, porque su inocencia les permite una cantidad limitada de preguntas. Se preguntan más por el dolor que por otra cosa. En la tierra se preguntan por qué les infligimos tanto dolor. En su cielo esa pregunta se diluye en la pureza. Su cielo es santísimo de toda santidad.
Allí también están los delfines que se quedan atrapados en las redes de los barcos pesqueros, los peces que murieron ahogados en petróleo, los que saqué de niña de un lago artificial en un parque sólo para ver qué pasaba.
A los que vi morir y después me sentí como la mierda porque había matado algo vivo.
En ese cielo están Martini y Carlota, los gatos de mis mejores amigos, que murieron de viejitos, acurrucados uno junto a otra, dándose calor y ronroneando. Ahí ya no hay ni enfermedad ni hambre ni sed ni angustia ni depredadores ni necesidad de nada.
Ahí son lo que son y viven en una paz celeste y luminosa.
En el cielo de los animalitos está la mamá de Niño y Niña, los gatitos que rescaté en Playas, la boba cruzó la carretera de la Vía Data quién sabe para qué y la atropellaron. Tus niños están bien, gatita, no te imaginas cuánto. Son el astro más hermoso de sus casas y sus humanos dan la vida por ellos. La mamá de Niña se la tatuó. La mamá de Niño siempre me manda fotos de él y sus ojazos amarillos, un príncipe, un dios: dueño absoluto de la belleza y de la memoria de los teléfonos de su familia.
En el cielo de los animalitos están el dodo y el rinoceronte blanco y el lobo de Tasmania y los otros veintitrés animales que se han extinguido en los últimos ciento cincuenta años por culpa nuestra.
Ya no quedan más que ahí, en su cielo sin cazadores ni pescadores furtivos. Sin la furia destructiva del ser humano. Sin el capricho de un coleccionista, la superchería de un brujo, la maldad de una corporación.
En el cielo de los animales están los toros que murieron torturados y también los gallos y los perros de pelea, los animalitos de los circos que murieron entre la celda y los espectáculos tristísimos, arrebatada por completo su razón de ser y de vivir.
Por nosotros.
Murieron porque los matamos.
No creo en un cielo humano, pero sí en el cielo de los animales. Tengo que creer en ese cielo porque me volvería loca de pensar en todos los que están siendo acribillados, ahogados, tiroteados, degollados, torturados, eviscerados, despellejados en este instante sin entender por qué.
Tengo que creer en ese cielo porque si no creyera en ese cielo tendría que pegarme un tiro.
No creo en un cielo humano, pero me ilusiona pensar que los humanos que han sido muy muy muy buenos tienen un día de excursión, como en el colegio, al cielo de los animales.
La eternidad negra y, de repente, un día con los animalitos de tu vida lamiéndote la cara y mirándote como nada más te puede mirar un ser sin maldad.
Con amor, digo, el amor sin fisuras de los inocentes.
Creo que me uniría a una religión que tuviera un cielo de animales. No de personas y animales, como en los folletos de ciertas religiones evangélicas, sino de puros animales.
Y que nos dejaran romper por un momento el vacío de la muerte para volver a verlos vivos: a los elefantes cazados y a los delfines triturados y a los gatitos asfixiados y a mi Dolly, que murió de cáncer y que ahora está allí, en el cielo de los animalitos, espléndida y esponjosa, más feliz que nunca, esperando que me porte muy bien en este mundo para que pueda pasar un día de mi eternidad de muerta junto con ella y con los otros animalitos de mi manada.
Ese sí que sería el paraíso.