Al aire libre
Ciclismo: fundir máquina y otros momentos épicos en Suiza
Comunicadora, escritora y periodista. Corredora de maratón y ultramaratón. Autora del libro La Cinta Invisible, 5 Hábitos para Romperla.
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Sabía lo que me estaba pasando, era la puerta al inframundo, de la blanca. El terror de los deportistas. Sentía náuseas. Las piernas adoloridas. Un dolor de espalda. Los demás equipos rebasándonos como a postes.
Era el tercer día (de cinco) del Swiss Epic, una de las carreras técnicas de ciclismo de montaña más difíciles del mundo. La suma de cuestas era algo descabellado. Doce mil metros de subida de rocas y de raíces.
No soy de los que dicen: vamos suave, a disfrutar de los paisajes. Para mi suerte -o mi perdición-, mi equipo, El Reyes, resultó igual. Pero además, estaba más fuerte que yo.
Lo único que no quería era fundir. Me preparé con entrenador y nutricionista; equipé mi bicicleta con dispositivos para registrar la potencia de mis piernas, mi pulso, Vo2max, etcétera.
Debí subir cuatro kilos de músculo, con eso amplié el tanque de gasolina. Entrené más de un año.
Largamos por unos pueblos de Graubünden, un cantón con más de 500 kilómetros de senderos públicos, sin un gramo de basura. Un día atravesamos literalmente el jardín de una casa.
El primer día partimos con fuerza. Volamos. Dominábamos senderos, subidas y planos. Pasábamos entre prados verdes, vacas con campanas en el cuello. Los senderos más hermosos del mundo, y en medio de la intensidad, la melodía de los alphorn o trompas suizas, ubicadas antes de concluir la etapa.
Para nuestra sorpresa, ascendimos al segundo grupo de partida, uno antes de los profesionales. Algo inaudito para unos aficionados como nosotros.
El segundo día, las piernas iban a todo vapor. La lesión de la espalda la dejé ignorada ahí atrás. De pronto, nos rebasaron las mujeres profesionales. Qué cadencia. Qué livianas se las veía.
Pero nuestra especialidad eran las bajadas. El Reyes adelante, yo atrás, respirando profundo, todos los sentidos activados para que los suelos suizos y sus espectadores supieran que nuestra sangre ecuatoriana no se achicaba. Vamos Ecuador, oímos que gritaba un grupo de aficionados.
Y al finalizar ese día, entre todos los detalles que uno quiere controlar, la tina de agua helada, masajes, mecánica a la bicicleta, comida, más comida, de pronto un error, quizás pequeño. Una pregunta, ¿faltó comida de recuperación?
El tercer día, dele de nuevo, esta vez con llovizna. La gente aplaudía. Hop, hop, hop, gritaban cuando arrancó la siguiente cuesta. Parecía que todo iba bien. Y, de pronto, la energía se hizo humo.
El Reyes me empujaba. En los abastos comía todo lo que podía: cola, un wafle, sandía, plátano, agua. Sabía que cuando la descompensación llegaba, la única forma de sobresalir era comiendo. La mente, por los suelos.
Pensé a mi papá, le dije perdón por acudir a él siempre en esos momentos, pero donde quiera que esté, necesito un empujoncito, un respiro.
Llegó una hermosa bajada de 10 kilómetros, y luego, la línea de llegada. Lo que no sabía era cómo lograría continuar al día siguiente, el más duro de todos, 100 kilómetros y 2.800 metros de subida. Estaba exhausto.
Después de hacer todo lo que tenía a mi alcance para recuperarme, me dije, tengo dos opciones: ¿o me sigo quejando o me pongo fuerte? Ese cambio a veces es suficiente. Y lo fue.
El cuarto día, como era tan largo, decidí que lo dividiría en 10 micro etapas, 10 triunfos cada 10 kilómetros. Esto es lo que me gusta hacer, me dije. Para eso entrené lo que entrené.
La partida nos recibió con lluvia que luego se convirtió en aguacero. Mi mente ya no escuchaba las quejas del cuerpo: 10 kilómetros, primer triunfo. 20, 30, 40…
Pensaba en mi esposa, en mis hijos, y sentía que mi papá ahora disfrutaba de esa locura conmigo.
Y de pronto, 15 kilómetros antes de llegar, los alphorn guarecidos en el techo de un establo. "Vamos", me gritó El Reyes, animándome.
En la llegada, no podíamos sostener el vaso de sopa caliente por el frío. Todos temblaban. Solo un amigo peruano se burlaba cogiéndose unos pliegues de la barriga y diciendo: "este es mi chaleco".
El último día parecía más fácil, pero sabíamos que merecía su respeto. La mente, por suerte, se había rendido ante el cuerpo.
No era una carrera de podio, aunque fuimos los primeros de toda América, y eso, por supuesto, nos llenó de orgullo. Pero la mayor satisfacción fue saber que lo dejamos todo, hasta la última gota de sudor.
Relato de Isidro 'Chivo' Ponce.