¿Quién reina en nuestro cerebro?
Pablo Cuvi es escritor, editor, sociólogo y periodista. Ha publicado numerosos libros sobre historia, política, arte, viajes, literatura y otros temas.
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Protagonizada por Russell Crowe, 'Una mente brillante' presenta la vida de John Nash, genio de las matemáticas, homosexual y esquizofrénico, quien, al tiempo que formula la teoría de los juegos, cree que es perseguido por un grupo comunista que conspira contra Washington.
Pues al Nash de la vida real, ya viejo y estabilizado, le preguntaron cómo un hombre tan inteligente podía haber dado pábulo a algo tan absurdo como esa conspiración soviética.
Su respuesta es una linterna que da vértigo: no podía diferenciarlas, confesó, porque esta idea provenía del mismo sitio del que le había llegado la teoría de los juegos con la que ganó el Nobel de Economía.
Es decir, que la genialidad y la estupidez se generan por igual en un sitio ajeno a la conciencia.
Pienso en esto al leer 'Incógnito. Las vidas secretas del cerebro', de David Eagleman, quien advierte desde el principio el derrumbe de nuestro pretencioso yo, pues nuestra mente consciente no es el centro de nosotros mismos, sino una parte marginal del espléndido universo del cerebro donde miles de millones de células y de circuitos desarrollan una actividad frenética 24/7.
De eso tenemos noticia en forma de corazonadas, presentimientos, intuiciones y chispazos geniales.
"Cuando una idea sale a escena –anota Eagleman– su circuito nervioso lleva horas, días o años trabajando en ella, consolidando información y probando nuevas combinaciones".
Este destronamiento del yo es comparable con el causado por Galileo cuando afirmó que la Tierra no era el centro del universo porque giraba alrededor del Sol. Sí, la Inquisición le obligó a retractarse, pero la Tierra siguió moviéndose y su cerebro elucubrando.
En su apasionante libro, Eagleman desarrolla decenas de temas importantes que requerirían sendas columnas.
La realidad, por ejemplo, no existe como tal, sino como la va interpretando el cerebro por su cuenta, a partir de los estímulos que entran por los sentidos al sistema nervioso, donde hay millones de patrones de cuyo funcionamiento no somos conscientes.
Esto pone en entredicho la idea misma de libertad, apuntalada en mi juventud por el Sartre existencialista: como Dios ha muerto, estamos condenados a ser libres y nuestro destino depende de lo que hagamos con lo que hicieron de nosotros.
Ni tanto pues, en realidad, las decisiones, las ilusiones, los deseos, se juegan en el intrincado laberinto de cada cerebro, ese incógnito que funciona con billones de impulsos electroquímicos.
Por ello, nuestra intervención más efectiva sobre ese proceso no se da leyendo a filósofos, neurólogos o articulistas, sino tomando alcohol, o calmantes, o estimulantes y alucinógenos que sobrepasan los límites de la razón y nos acercan a la verdad de la milanesa.