En sus Marcas Listos Fuego
¿Censura social? Hipócritas, mojigatos y apestados
PhD en Derecho Penal; máster en Creación Literaria; máster en Argumentación Jurídica. Abogado litigante, escritor y catedrático universitario.
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Esta columna nos debería doler a todos. Nos debería romper por partes iguales. Debería arrebatarnos las máscaras para vernos frente al espejo de cuerpo entero, como el hatajo de hipócritas que conforma nuestra sociedad: la del ecuatoriano celestino del crimen.
Es que la culpa de vivir rodeados de criminales y de corrupción es nuestra. No, no es culpa de los delincuentes, es culpa de quienes llevamos décadas codeándonos con ellos y fingiendo, para nosotros mismos, que no nos rozan.
El ciudadano promedio conforma un racimo de mojigatos, de manoseadores del dinero sucio, de groupies de las perversidades ajenas.
Vivimos rasgándonos las vestiduras, pidiendo a gritos que se agraven las penas, exigiendo con vehemencia que los jueces condenen a quienes desde sus cargos públicos o cargos de facto nos desangran.
Pero no nos hemos dado cuenta de que, para pedir una censura judicial, deberíamos al menos tener las agallas de aplicar, sin misericordia, sin miramientos, sin temores, una censura social salvaje y draconiana.
¿A qué me refiero? A que ya resulta degradante por obvio que odiamos la corrupción y el crimen y sabemos con certeza quiénes son los criminales y los corruptos y pese a ello, culturalmente, convivimos con ellos fingiendo demencia. Se los acepta Los aceptamos en nuestra mesa, comemos en los mismos restaurantes, hacemos negocios con ellos.
Los corruptos, los que se han llevado todo, siguen siendo miembros del club, siguen conviviendo con nosotros en los mismos espacios, les seguimos saludando con una sonrisa ilusoria. ¿Por qué? ¿Por qué no les censuramos socialmente?
Yo les voy a decir porqué. Porque esta sociedad adula riqueza y repudia el esfuerzo. Nadie repudia que el vecino haya quintuplicado su fortuna por el camino fácil; aquí, lo que la mayoría quiere, es parecerse a ese vecino.
Aquí, cuando uno sabe que X es corrupto, no le cierra las puertas de su negocio, todo lo contrario, casi todos quieren hacer negocios con él.
Aquí, cuando el mafioso inscribe a sus hijos en la misma escuela a la que asisten nuestros hijos, la mayoría quiere codearse con el nuevo millonario, que los vástagos vengan a la casa a almorzar, que las criaturas inviten a nuestros hijos a sus mansiones.
Y seguro muchos de quienes me leen se están ofendiendo y diciéndose a sí mismos “yo no soy así, ¿y este majadero quién se cree para interpretar cómo vivo y aseverar semejantes cosas?” Es que no me jodan, ya va siendo hora de abrir los ojos.
Miren quienes viven en sus barrios. Miren con quienes no pestañean antes de cerrar un jugoso negocio, miren quiénes son sus compañeros de bici, de academia, de chupe.
Ustedes saben quiénes están sucios y creen que, como ustedes están limpios, llevan una capa de alcohol en la piel que no les permite contagiarse de la vida privada de sus panas cuando cenan con ellos, comparten con ellos, hacen transacciones con ellos.
Ya llevo demasiados años escuchando ese galimatías absurdo que sostienen tantos: “sé que tiene negocios chuecos, pero es un buen amigo y jamás me involucra en eso. Yo lo juzgo por quien es conmigo, no por cómo es en su vida privada”. Qué ganas de responderle: “yo si te juzgo a ti por ser un miserable gazmoño, que integra a la sociedad a quien la destruye, por ser el suelo por el que camina la gente que hace cada vez más pobre a este país”.
Si usted descubre que uno de sus mejores amigos de toda la vida está haciendo dinero sucio, ¿qué debe hacer? Terminar a esa amistad, mandarlo al ostracismo, colocarlo donde corresponde, lejos de usted.
Porque a un amigo no todo se le perdona. No se le puede perdonar ser uno de los causantes de que en este país vivamos con miedo, con pobreza, con tantas muertes.
Pero aquí no acabo, que voy con los ejemplos.
Aquí todos repudian la corrupción en el sistema de justicia, pero cuando tienen un problema judicial, son muchos, muchos, muchos, los que recurren al abogado más mafioso con el fin de “asegurarse el triunfo en un mundo podrido”.
¿Saben lo que ocurre cuando le dan de comer a un abogado corrupto? Pasan a ser ustedes los patrocinadores de la corrupción del sistema.
Aquí todos repudian a un arquitecto que le hace trampa al sistema, que construye violando todas las normativas, que defrauda al fisco. Pero son muchos, muchos, muchos, quienes le compran sus departamentos porque son “más baratos, aceptan dinero en efectivo, no te reportan a la UAFE y no te piden tanto papeleo”.
Aquí a todos les da asco el exministro que desfalcó al Estado, pero son muchos, muchos, muchos, los que aceptarían sin pestañear que ese político corrupto invierta en su negocio los billetes recién impresos.
Aquí a todos les resulta vomitivo el dinero sucio, pero si ese un narco les invita a su yate privado para navegar por Palm Beach, como machos que huelen a una perra en celo, van a menear la colita para disfrutar de sus caviares.
Y me van a decir que generalizar es malo, que no todos son así. Vayan al diccionario por favor, que generalizar no es decir “todos”, sino “la mayoría”. Y me van a decir que no es la mayoría. En serio, no jodan.
Los criminales que lavan dinero en este país cada vez más pobre y violento, logran hacerlo porque les permitimos formar parte de nuestra sociedad, porque les estrechamos la mano, porque les sonreímos, porque les permitimos frecuentar nuestros espacios.
Y escribo esta columna porque mientras la corrupción siga normalizada en nuestra cultura, mientras sigamos viviendo en un medio donde todos aspiran al dinero fácil y no al dinero que se consigue con años y años de esfuerzo y trabajo, seguiremos siendo este tercer mundo lleno de farsantes y patibularios.