De la Vida Real
La casa donde la sopa estaba prohibida
Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido.
Actualizada:
Más o menos hace un mes, le oí a una nutricionista en la radio que recomendaba volver a comer sopas.
"Nuestra alimentación es tan mala, que los niños de hoy quieren vivir de comida rápida, porque hemos dejado de poner alimentos reales sobre la mesa. Para los padres, es más fácil que coman lo que ellos quieran –con tal de que coman– a darles alimentos de verdad" dijo.
Enseguida se me vino la imagen del plato de sopa que nos dio mi abuela el jueves anterior, una sopita calientita de arroz de cebada, acompañada de un delicioso ají con tomate de árbol, cebolla picada y chochos sin cáscara.
Mientras le oía a esta nutricionista, me acordé por qué dejé de comer sopa.
Como siempre fui gorda y me ha encantado la comida toda la vida, mi mamá, preocupada, me llevó cuando tenía 11 años a una nutricionista que me mandó una dieta en la que estaban prohibidas las sopas.
Según ella, porque es un alimento que solo da calorías y no aporta nutrientes. El menú de la dieta era de 1.500 calorías diarias. Nos explicó también que un plato de sopa contenía todas esas calorías.
Obviamente, a los tres meses de ese régimen estricto bajé de peso, me puse regia y entré a la adolescencia cuerazo.
Pero quedé marcada, o más bien las sopas quedaron marcadas como un plato que engorda y que no es bueno, porque a lo largo de mi vida he ido a muchas otras nutricionistas y lo primero que me prohíben es eso. Nunca más fui cuerpazo, pese a que no volví a comer sopa.
Cuando todavía vivía en la casa de mis papás, de vez en cuando hacían sopas. Mi preferida era la de melloco. Cada bocado me llenaba de felicidad extrema. Sentía un poco de culpa, pero me repetía el plato una y otra vez, pensando en que no iba a comer el segundo.
Así se equiparaba el pecado que estaba cometiendo. Ahora, 14 años más tarde y con hartos kilos de más, ese recuerdo de comer la sopa calentita en la casa de mis papás me hace muy feliz.
No siento culpa, sino un eterno agradecimiento por haberme permitido comer ese manjar de los dioses.
La sopa tiene su encanto. Me acuerdo de que mi otra abuela, la mamá de mi papá, quien ya murió, siempre preparaba sopas. Las hacía de quinua, de habas y también locro de papa, locro de acelga.
Mi preferida era la crema de tomate con papas fritas. Qué bestia, cuando llegaba a la hora del almuerzo, primero pasaba por la cocina comiendo las papas de la sartén. Las empleadas se morían de las iras –y yo de la risa–.
Mi abuela decía:
-Denle nomás a la guagua lo que ella quiera.
Y ante esa autorización no había cómo hacer nada.
También hacía crema de apio con pan tostado en mantequilla, y claro, lo primero que me acababa era el pan. Era un placer almorzar con ella. Comíamos con calma, despacito y saboreando cada bocado.
Frente al plato de sopa hay muchos otros elementos que deben estar en la mesa. El locro, por ejemplo, tiene que ir con trozos de queso picado y aguacate, y nunca puede faltar el ají.
La mesa se va llenando de cosas que pueden acompañar al plato. Si hay tostado, también se le pone. O se hace canguil para ponerle a la crema de zanahoria. La idea es que la sopa nunca debe ir sola. Es un plato generosísimo.
La otra noche, mi abuela comía sopa de letras, y me sentí egoísta, porque a mis hijos jamás les he preparado una. Porque claro, ellos nacieron en una casa en la que la sopa está prohibida.
No es justo, pensé, quitarles esa parte fundamental de la infancia porque tienen una mamá que cree que la sopa engorda, pero se come todos los chocolates a escondidas. Y a ellos siempre les compro golosinas. O sea, les doy calorías por montones, pero jamás un caldito de verduras con pollo desmenuzado.
Hablé con la Yoli, mi ángel de la guarda, y le dije que había que modificar el menú del almuerzo. Menos arroz, más ensalada y una porción de proteína chiquita.
Ahora todos somos felices. Hemos comido caldo de bolas de verde, sopa de lentejas con fideo, aguado de pollo con chifles, encebollado con canguil y una deliciosa sopa de espárragos con queso.
Por arte de magia, se acabaron los piqueos en las tardes. Almorzamos más nutritivo y mis guaguas ya no comen las cosas de la lonchera del colegio ni galletas con mermelada. Y por fin logré que por las noches todos nos alimentemos más sano.