En sus Marcas Listos Fuego
Carta para Carlos Pólit
PhD en Derecho Penal; máster en Creación Literaria; máster en Argumentación Jurídica. Abogado litigante, escritor y catedrático universitario.
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Hola, Carlos. Quizá te cueste leer esta misiva, pues tu estilo lector ha demostrado que sólo comprendes las palabras que te convienen para luego acomodarlas con un único fin: lograr la condena de inocentes para alcanzar la impunidad de los culpables.
Pese a ello, no podía dejar de escribirte estas líneas. No para regocijarme de tu ventura tras barrotes, sino como un acto de misericordia ante un hombre derrotado, no por la justicia, sino por sus propias decisiones.
En este país, al que tú traicionaste, la gente cree que por fin estás pagando por tus delitos. Pero todos se equivocan. Tú y yo sabemos que la cárcel, para individuos de tu especie, no es un castigo.
Castigo es, y tú lo sabes, haber cargado a tu hijo recién nacido, con la ilusión del padre que trae vida al mundo, con los ojos llenos de lágrimas al estrecharlo contra tu pecho, para luego criarlo para delinquir.
Qué duro debe ser, como padre, por fin, comprender que no pagaste la educación de tu hijo para que tenga las herramientas para enfrentar al mundo, sino que lo preparaste, como un maestro ajedrecista prepara a su pupilo, para que se convierta en un sofisticado tesorero del crimen.
Hay padres que enseñan a sus hijos a pescar. Tú enseñaste al tuyo a lavar. ¡Vaya padre!
Qué duro debe ser, en una celda fría, pensar que no trasmitiste a tu prole la decencia, sino la criminalidad como un medio de vida.
Qué duro debe ser dejar una herencia de oprobio y vergüenza. Qué duro debe ser que tus nietos no te vean como el abuelo amoroso y honesto que pudiste ser, sino como El Padrino, el gran capo de una gran mafia en decadencia.
Seguramente, cuando regresas a ver atrás, descubras que pudiste ser otro. Pudiste elegir tener mucho menos, pero caminar tranquilo. Pudiste escoger la honestidad para envejecer revestido de dignidad, pero en su lugar, sin que nadie te hubiese obligado, seleccionaste edificar, bloque a bloque, tu propio infierno.
Por eso no me regocijo. Lo tuyo es mucho más grande que una derrota judicial. Tu tragedia, tan personal, es un acto dinástico sin nombre.
Me encantaría poder un día sentarme a conversar con tu hijo y contarle lo que se siente ver a un padre como un héroe. Narrarle cómo se siente crecer aprendiendo que el dinero se lo obtiene trabajando, no robando.
No sabes cómo quiero ayudar a tus nietos explicándoles que existe una forma de vida, que la tienen al alcance de su mano, en la que no deben vivir huyendo, en la que se pueden sentir orgullosos de lo que son. Con toda el alma espero que tu veneno no haya permeado en tu putrefacto ADN.
No te imaginas cuánto deseo hablar con tu esposa y contarle que existen mujeres como mi madre que pueden gritar a los cuatro vientos que su matrimonio se basó en la transparencia y en el amor, y no en el ejercicio diario fingir no ver la fábrica del crimen que operaba bajo su techo.
Es que no te imaginas, en un plano de Derecho Sucesorio, las diferencias que existen entre mi familia y la tuya.
Esas diferencias no se sustentan en que tú fuiste el que nos persiguió y nosotros los perseguidos, sino en la mirada con perspectiva de lo que cada uno dejó a sus descendientes.
A mí me dejaron la virtud del trabajo honesto. A tu hijo le dejaste el horror del dinero incautado. A mí mi padre me heredó un apellido que debo cuidar como un tesoro, mientras a tu hijo le dejaste un apellido que más le vale arrancárselo de un tajo.
Por eso siento una pena profunda por ti. No te odio por haber sido el ser rastrero, el destructor de vidas, el proxeneta de nuestra justicia.
No te odio porque las glosas que dejaste de cobrar en beneficio del país, para embolsicarte unos cuantos millones, causaron que niños no se puedan alimentar, que jóvenes no puedan estudiar, que ancianos no puedan envejecer con seguridad social.
No, no te odio ni te deseo lo que estás viviendo. Suficiente castigo ya debe ser pudrirte lentamente en una celda fría, expulsado del mundo, por fin entendiendo que robar te sirvió solo para terminar abandonado, defenestrado y humillado.
De corazón te deseo que en tu mazmorra encuentres la paz. Quizá tu misión en esta vida haya sido ser el vivo ejemplo para alguno que otro integrante de tu familia de que las conductas humanas traen consecuencias.
Y cuando llegue el día de tu muerte, no presenciarás ese desolado funeral, en el cual nadie te recordará ni siquiera con ternura, donde la gente pensará que eres un gran afortunado, que halló en la muerte la única vía para salvarse de la vida.
Me despido, Carlos, yo ya no tengo nada más que agregar, pues la vida ya te puso en tu lugar.