En sus Marcas Listos Fuego
Coches bomba – El Ecuador bajo el terror
PhD en Derecho Penal; máster en Creación Literaria; máster en Argumentación Jurídica. Abogado litigante, escritor y catedrático universitario.
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Coincidiremos todos en que el último rincón que escogeríamos para vivir es uno donde en las noches no nos despierten las pesadillas, sino los coches bomba.
Y no, no son una pesadilla. Son lo que escuchamos, lo que nos puede quemar, lo que nos puede matar, cuando estamos despiertos.
Por eso hoy más que nunca resulta indispensable salir un ratito del miedo y comprender el fenómeno, darle contexto, entender su historia, asimilar sus efectos.
Mi buen amigo Napoleón Bonaparte no me dejará mentir cuando sostengo que sus estragos psicológicos son catastróficos, pues empiezas a temer a todo, hasta a tu propio entorno. El 25 de diciembre de 1800 ya los fanáticos monárquicos intentaron matar al Emperador con un barril de vino repleto de pólvora que, para su mala suerte, explotó cuando él no se encontraba en el lugar del siniestro.
120 años después, en Wall Street, Mario Buda hizo explotar, en medio distrito financiero, una carroza bomba, dejando 38 muertos y más de 400 heridos.
Y así, el mundo ha ardido con los coches bomba de ETA, con los carros bomba de las FARC, con las camionetas bomba de SINALOA, con las motos bomba de AL QAEDA.
Empecemos verificando el para qué, antes de vislumbrar el por qué.
Los coches bomba son, desde una táctica de guerra de guerrillas, un arma de guerra no convencional, porque per se, los automóviles son bienes privados de movilización lícitos que se pueden ubicar en cualquier lugar sin generar sospechas.
En primer lugar, sirve para lo que se conoce como arma de distracción, pues ubica a las fuerzas de seguridad en el lugar que quiere el terrorista con el fin de poder operar en otros lugares ya desprotegidos.
En segundo lugar, es un arma de efecto contundente (como toda bomba incendiaria o explosiva) por sus efectos devastadores en un radio determinado dependiendo del volumen de su carga. Su fin no es solo el estruendo y el shock, sino la destrucción de edificios, viviendas y la lesión o muerte de transeúntes.
Su enfoque, su para qué, es secundariamente el daño físico en personas y en estructuras, pero es principalmente la generación de afectaciones psicológicas de desamparo, angustia y terror.
Entonces, podemos decir que desde un grado psicológico se coloca y detona coches bomba para que se produzca terror y zozobra en la población, generando un sentimiento de desprotección y abandono por parte del Estado.
Así que sí, conforme al Art. 366 del COIP, quienes incurren en estas conductas son terroristas. Lo que ocurre es que nos cuesta decirlo en voz alta. Aún nos resistimos a decir que el Ecuador es víctima del terrorismo. Pero ahí está, hay que atreverse a decirlo: el nuevo enemigo del país es el terrorismo y hay que saber enfrentarlo con la tenacidad y determinación que esta vuelta de tuerca obliga.
Ahora, vamos al por qué. Si bien tengo mucho que criticar a este gobierno, también se debe reconocer lo que métricamente han hecho bien, y muy bien.
Los resultados de incautación de droga de este país entran a cualquier récord internacional. La Policía Nacional, bajo el mando de Fausto Salinas y de Pablo Ramírez, ha conseguido cifras históricas en incautaciones locales y en coordinación con Estados Unidos y la Unión Europea.
Nunca un gobierno de Ecuador ha incautado tanto. Y claro, aquí surgirá algún amargado que me dirá que la incautación es proporcional a la producción, que solo se incauta un pequeño porcentaje de lo que se exporta y que, mientras más se exporta, más se incauta.
Desde un plano de pensamiento dicotómico (el trastorno favorito de las redes sociales) sí, el amargado tiene razón, pero desde un plano de análisis de datos, no.
Les explico: en realidad el consumo de drogas clásicas (heroína, cocaína, marihuana, crack, entre otras) ha disminuido en el mundo por el crecimiento exponencial e imparable de drogas sintéticas (que no se producen en la región y sobre lo cual les hablaré en otra columna), ergo, el trabajo de nuestras unidades antinarcóticos en este gobierno sí ha sido excepcional, le guste a quien le guste, le disguste a quien le disguste.
Entonces, como estas operaciones de incautación se hacen a través de entregas vigiladas (se hace un seguimiento encubierto desde los productores, hasta los cosechadores, hasta los almacenadores, hasta los distribuidores, etc., para hacer caer a la red y no sólo al pendejo del container), no solamente hay más drogas incautadas y destruidas, sino más narcos encarcelados.
Esto, gente, esto se llama guerra (no desde una perspectiva de Derecho Internacional sino desde un léxico coloquial). Y en esa guerra hay represalias. ¿Cuáles? Ahí está el por qué.
El por qué es la respuesta del narco al Estado (y por ende a todos los ciudadanos) a través de la cual nos envían un mensaje claro: si nos incautan, si encarcelan a los nuestros, si trasladan e incomunican a nuestros líderes, verán el mundo arder.
En ese punto estamos, estimados lectores. Y este es el punto más delicado porque es aquí cuando el Estado nos relatará (con acciones) si en esta guerra se prepararon también para el terror. Y no, no es que quiera preocuparles, pero si el Estado no puede administrar a las fieras acorraladas y sus zarpazos, el siguiente paso es peor: bienvenidos los kamikazes bomba en centros comerciales. Guarden esta columna y, señores del Gobierno, eviten mi presagio.