Lo invisible de las ciudades
20 latidos
Arquitecto, urbanista y escritor. Profesor e Investigador del Colegio de Arquitectura y Diseño Interior de la USFQ. Escribe en varios medios de comunicación sobre asuntos urbanos. Ha publicado también como novelista.
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Llevo cuatro años de romper la misma promesa. Siempre me juro que no recurriré nuevamente al papel para extrañarte, pero son las promesas más importantes las que nos dan más placer al romperlas.
Hace cuatro años te fuiste querida Peque, y vuelvo una vez más a este extraño lugar, donde el dolor y la nostalgia brindan un extraño y doloroso placer.
Sí, hace cuatro años, Lourdes, la enfermera, se acercó a decirme: "Arquitecto, la niña Andrea tiene solo 20 latidos por minuto… Ya está ocurriendo".
Y el lado pendejo de los calendarios es ese, que te arrastran a revivir cosas que nunca deberían ser vividas por nadie, ni siquiera en primera instancia.
Y por más que no quisiera, revivo tu mirada sin parpadeos y el movimiento de tu barbilla, como si fueras un pez fuera del agua, queriendo revelar tu último secreto.
Vuelvo a ver en mi mente a tu abuela tomándote las manos con una paz heroica; y a tu hermana angustiadísima, entrando y saliendo del cuarto, como buscando una puerta por dónde huir de aquel momento.
Recuerdo que yo te hablaba al oído. No recuerdo qué, exactamente. Tengo la vaga idea de que eran palabras de gratitud.
Recuerdo la mezcla asquerosa de emociones; de querer tenerte aquí para siempre, y al mismo tiempo desear que todo eso terminara pronto, por tu bien, por mi bien, por el bien de todos los que morimos un poquito contigo ese día.
También me viene a la memoria el repugnante olor del cáncer. Nadie lo dice, pero el cáncer apesta. Cuando asoma, llena la habitación de su huésped con un hedor discreto pero permanente, similar al de la carne embarrada en cal.
No soporto el altar en el que te han puesto tus hermanos. Siento que sobre él pierdes las bondades y defectos que te convertían en ti. No se oyen tus ingeniosas puteadas, no se leen tus tuits, y no se te puede invitar una michelada.
En fin, cada uno de nosotros tiene el derecho de extrañarte como quiera. Ellos tienen su forma, yo procuro que en mi forma de extrañarte sonrías más.
Rehaciendo mi vida, he sido una bestia; no por bacán, sino por torpe. El marcador queda empate, entre las abolladuras hechas y las recibidas. Ahora estoy con alguien que creo que te caería bien.
Me quiere y me aguanta; cosa difícil de encontrar para alguien áspero como yo. Me da paz. Nos profesamos cariño mutuo, sin que eso signifique profanar barreras de seguridad personal.
Eso es algo muy difícil de encontrar en estos tiempos, llenos de personas con barreras, convertidas en cajas fuertes andantes.
El desgraciado de Schopenhauer tenía razón. Somos erizos, queriendo contrarrestar el frío, pegándonos unos a otros, hasta que las espinas de los otros nos duelen demasiado.
Desde que te fuiste, vivo con estas cicatrices invisibles que se abren, se drenan incontrolablemente y luego se cierran de manera incierta. La paz comienza a consolidarse, cuando me resigno a que nada se va a sanar, y que debo rehacer la vida así, roto.
Si espero sanar para rehacer mi vida, simplemente no volvería a vivir. Ingenuamente, uno cree al comienzo que esto es algo que "se sana", como si fuera un proceso unidireccional de convalecencia, pero no.
La muerte de un ser querido es la convivencia con una ausencia, con momentos itinerantes de dolor en la memoria.
Tus hijos te extrañan, mientras crecen a lo bestia. Tus gatos están bien.