De la Vida Real
Calma, Valentina, calma
Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido.
Actualizada:
"No hay más que una forma de tranquilidad mental y felicidad, y eso es no tomar las cosas externas como propias".
-Epicteto, filósofo estoico.
La psicóloga me dijo:
-Valentina, tienes que aprender a soltar. No puedes querer controlar todo. Hay que aprender a clasificar qué cosas están bajo tu control y cuáles no, y analizar cada situación con calma. Aprende a manejar tu impulsividad.
Lo que no voy a negar es que tener una psicóloga es lo más entretenido que me ha pasado en la vida. No entiendo cómo no fui a una antes.
Mi prima Belén me explicaba que cada psicólogo cumple con una función determinada. Según lo que uno esté buscando solucionar, trabajar o curar, hay que ir a un psicólogo que cumpla con esas características específicas:
-Es igualito que las pastillas. Existe una especialidad para cada dolencia -me dijo.
Y siguiendo sus consejos, conseguí a la psicóloga ideal. Las consultas son por Zoom. Nuestros encuentros son por la noche, así que no me estreso pensando que los guaguas me interrumpan la sesión.
Ella es especialista, entre muchas cosas, en cambiar conductas y patrones individuales y familiares. Entonces, no me ayuda solo a mí, sino a toda la familia.
En muchas conversaciones me di cuenta de que oculto mi propio caos. No lo acepto y lo maquillo de varias maneras.
Siempre quiero ser perfecta, trato de tener agendas y las pierdo. Anoto cosas en el celular que nunca leo, ni las encuentro, y el calendario del teléfono no entiendo cómo se usa.
Tengo más cuadernos que ideas y más esferos que intenciones. Mi oficina está llena de papelitos de colores en los que anoto fechas, palabras clave, nombres, y luego no sé para qué los anoté.
Con mi psicóloga, tratamos de ir desenredando esto, y ella me dice que aprenda a soltar y que intente improvisar.
Me aconseja que no me estrese por querer ser lo que no logro ser. Y eso me ha hecho más ligera del alma, porque querer tener control de todo dentro de un caos continuo, que es mi esencia, solo me lleva a un estrés crónico.
Estoy aprendiendo, sesión a sesión, a reaccionar ante las circunstancias. Obviamente, me cuesta un montón porque amo tener control -es lo más fácil-.
Pongo voz de mando, alieno a todos y se hace lo que digo. Pero resulta que lo fácil, según entiendo ahora, no ha sido lo mejor para la familia ni para mi paz mental.
Si llueve, por ejemplo, no lo puedo controlar, pero sí puedo controlar el tener una buena actitud ante la lluvia.
A veces que me muerdo los labios para no actuar con gritos ante la frustración de uno de mis hijos, pero sí puedo alejarme de la situación y luego hablar con ellos para evitar confrontaciones.
Es increíble este proceso mental que he logrado y me ha ayudado a tomar la vida con más calma.
El fin de semana me fui, por cuestiones de trabajo y para arreglar unas cosas del hotel de mi abuela, a la playa con mi primo, de 25 años, y mi sobrino, de 15. La pasamos increíble. A pesar de nuestras diferencias generacionales, de gustos e intereses, fue hermoso poner en práctica la teoría lejos de la casa y de la familia.
Salí relajada, sin dejar nada ordenado. Solo les advertí a mis hijos que se porten bien y que regreso en dos días. Entendí que, si se quedan con el papá, todo estaría bien.
"No puedo controlar lo que no está bajo mi control", le dije a mi esposo al despedirme.
También me hubiera estresado no saber dónde y qué comeríamos nosotros, pero ahora simplemente disfruté comer un pescado frito en el parque de Tonchigüe, a las 8:00 de la noche, mientras veíamos un pésimo partido de vóley entre pescadores.
Antes, me hubiera atormentado al darme cuenta de que no llevé el cepillo de dientes. Esta vez simplemente fuimos a una tienda y compré uno para mí, y dos más para mis compañeros de viaje que también se olvidaron.
Sin ningún tipo de planificación, salimos al día siguiente a desayunar encebollado en Súa, antes de ir a hacer unas compras en la ferretería en Atacames.
En este viaje, el tiempo tuvo su espacio. Estuvo lento y en perfecto contraste con la furia del mar. El viento se desbocó a ratos y con calma él mismo se domaba hasta llegar a ser una brisa sutil.
Regresamos el domingo y en la carretera compramos maduro con queso y sal prieta; mientras comíamos con las manos y sin servilleta, mi primo nos contaba que al amanecer se encontró con un búho bebé en el árbol de grosellas.