Bendita (y maldita) cafeína
Pablo Cuvi es escritor, editor, sociólogo y periodista. Ha publicado numerosos libros sobre historia, política, arte, viajes, literatura y otros temas.
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Revisaba para este artículo la biografía de Balzac que escribiera Stephan Zweig, cuando llegó la noticia de que una neumonía se había cargado al gran escritor Javier Marías.
Muerte no tan inesperada, pues el español, que siempre fue fumador, confesaba: "sé que tengo que dejarlo, pero si no fumo no escribo".
Balzac, en cambio, detestaba el tabaco, sostenía que dañaba el cuerpo y la inteligencia, pero era adicto al café por la misma urgencia creativa.
Solo gracias a la cafeína, que lo mantenía lúcido a lo largo de cada noche de trabajo, pudo escribir su inmensa Comedia Humana a la luz de seis velas.
Cerca del final de su corta vida (murió a los 51) se fue a juntar en Ucrania con una noble de provincia, la condesa de Hanska, que no lo quería.
¡Oh, paradoja, el genial retratista del nuevo mundo burgués aspiró siempre a ser noble! Por eso añadió el 'de' a su apellido y usaba botones de oro, pero no dejaba de ser un plebeyo tosco del que los nobles se mofaban.
Regresó a París casi ciego, con neumonía y el estómago y el corazón destrozados por los torrentes de esa mezcla exquisita de las variedades Moka, Borbón y Martinica que el mismo se preparó toda la vida y que sabía que lo estaban matando.
¿Valió la pena tanto sacrificio? Pues para la literatura universal seguro que sí.
No se puede decir lo mismo de otro cafeinómano, que en lugar de construir una obra genial se convirtió a sí mismo en personaje de novela y destruyó a un país concreto: Venezuela.
Me refiero a Hugo Chávez Frías, quien bebía unas 45 tazas de café al día. Ese vivir sobrexcitado y sobredimensionado explica muchas de sus políticas impulsivas y delirantes, como cuando ordenó el envío de diez divisiones a la frontera con Colombia.
"Chávez busca apoderarse de la verdad histórica, y no solo reescribirla sino reencarnarla", apunta Enrique Krauze en 'El poder y el delirio', publicado en 2008, cuando el sucesor de Bolívar se hallaba en su apogeo y una chequera rebosante de petrodólares le permitía alquilar presidentes y comparsas desde Cuba a la Patagonia.
Como buen iluminado y mitómano, Chávez tenía bien estudiada la historia que le concernía y manipulaba con astucia el corazón de los hombres y las masas porque sabía de qué pata cojeaban.
Pero nadie como el novelista francés que, según Henry Miller, podía leer como en un libro abierto el alma de los hombres. Y de las mujeres.
¿Qué le añadía el café a su descomunal talento? En sus propias palabras, cuando la bebida llega al estómago "todo se pone en movimiento: las ideas avanzan como los batallones del gran ejército… los recuerdos se aproximan… la artillería de la lógica acude ruidosamente… los personajes se caracterizan y el papel se cubre de tinta".
En efecto, estudios recientes han mostrado que la cafeína fortalece a la memoria y la atención. Eleva, además, el nivel de la dopamina, lo que aumenta la motivación y la sensación de recompensa.
Es esa fugaz euforia que a nivel planetario nos empuja cada mañana al trabajo.
El precio a pagar es alto si se exagera en su consumo. Pero algo muchísimo más costoso sucede cuando algún caudillo iluminado conjuga el mito de los héroes con la droga del poder y logra imponer su relato, como lo hiciera Chávez.
Entonces, las tazas… perdón, los platos rotos los terminan pagando los pobres migrantes que piden caridad en los semáforos.