Una Habitación Propia
En busca del buen ecuatoriano
María Fernanda Ampuero, es una escritora y cronista guayaquileña, ha publicado los libros ‘Lo que aprendí en la peluquería’, ‘Permiso de residencia’ y ‘Pelea de gallos’.
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Al duelo de nuestros muertos se ha sumado la muerte, una vez más, de la confianza en la gente que nos gobierna. En el momento más devastador de nuestra historia, el que estamos viviendo y el que se nos viene, los canallas han sacado partido.
Robaron mientras llorábamos, al descuido, como alimañas.
No veo diferencia ninguna con aquellos que ante el desorden aprovechan para saquear. O tal vez sí: los que saquean no reciben un sueldo que sale del bolsillo de los ecuatorianos, los que saquean no prometieron cuidar del país, los que saquean no tienen una cuenta de banco en perenne engordamiento mientras la gente muere en el suelo de los hospitales públicos.
Con el corazón perforado de dolor por las pérdidas humanas y económicas de nuestra gente, de nuestras familias, leemos, por ejemplo, del medio millón de dólares que ganó la hija del presidente como consejera en la ONU, cargo al que, menos mal, acaba de renunciar, aunque movida por la presión mediática y no por la decencia.
Medio millón de dólares que, quizás, hubiesen servido para mejorar la sanidad pública y hoy esta agonía no sería tan profunda.
O tal vez estaríamos igual, pero sin pensar que nos gobierna el nepotismo y la corrupción.
Ya saben, la paz mental de saber que estás en buenas manos. Ese sentimiento que los ecuatorianos desconocemos.
Yo no voy a decir que La Hija no estuviera preparada para ese cargo. Podría ser la diosa de las relaciones internacionales, un portento de la diplomacia, futura candidata a Nobel de la Paz, qué sé yo.
Por experiencia propia sé lo doloroso que es que juzguen a un servidor público sin conocer sus esfuerzos y que den por sentado que es ineficiente, mediocre e indigno de ese puesto. Lo que sí diré es: qué vergüenza que sea la hija del presidente de la República.
Buscando ecuatorianos que no den vergüenza ajena durante esta situación –son pocos pero son– me he encontrado con casos de una generosidad tan inmensa y gratuita que me han devuelto la fe en este país del sálvese quien pueda.
Gente que se ha organizado sin apoyo de ninguna autoridad para llevar comida, ropa y otros artículos de primera necesidad a quienes lo están pasando mal. Gente que ha decidido no comprar a grandes superficies, sino solamente a pequeños productores y pequeños negocios (los que más nos necesitan).
Gente que ha hecho crowdfunding para apoyar a un emprendedor en apuros. Gente que ha prestado la entrada de su casa a vendedores informales para que puedan ganarse la vida. Gente que sigue pagando puntualmente a sus trabajadores.
Gente, pues, actuando como la gente.
Sé que muchos de ellos y ellas prefieren que no los mencione por nombre. Suele pasar: los que insisten en que su nombre figure en las marquesinas casi siempre son los más pillos, los miserables.
Yo sigo buscando cada día a esos buenos ecuatorianos y ecuatorianas porque sin ellos este país se iría mucho más rápida y dolorosamente al diablo. No estamos solos, están ellos: ciudadanos de a pie con responsabilidad social.
Imprescindibles.
Creo que hoy, en estas circunstancias, merecen ser honrados mucho más que cualquier autoridad.
La única manera que conozco de agradecerles es contando lo que están haciendo, devolviéndole a quienes lloran a sus muertos y a quienes maldicen a los ladrones con nombramiento un poco de esperanza en la humanidad.
¿Conocen a alguno? ¿Me comparten la historia?