Marx, Magritte y mejillones en Bruselas
Pablo Cuvi es escritor, editor, sociólogo y periodista. Ha publicado numerosos libros sobre historia, política, arte, viajes, literatura y otros temas.
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Primera vez desde que vengo a Europa que el enemigo tiene nombre y apellido y aparece en la primera plana de diarios y noticieros todos los días.
Y primera vez también, desde el clímax de la Guerra Fría, que el proyecto europeo se siente realmente amenazado por el nacionalismo totalitario, ya sin el disfraz del marxismo, a lo que suma el triunfo de la ultraderecha italiana y el sabotaje del gasoducto.
Por ello, la guerra de Putin, el costo de la energía, ahora que se aproximan el invierno y el llamado posfascimo, flotan en el aire lluvioso de Bruselas, aquí donde funcionan las sedes de la OTAN y la Unión Europea.
Salimos la primera noche a recorrer el centro histórico, donde quedan un par de esas magníficas galerías de la Belle Époque, con artesonados de madera tallada y tiendas de encajes minuciosos.
Es viernes y hay mucha gente en la calle, en los bares y terrazas. Al voltear una esquina desembocamos en la Gran Plaza, colmada de jóvenes que jalean un concierto gratuito de grupos de rap, rock y pop.
Dicen que es una de las plazas más lindas de Europa por sus edificios góticos y barrocos, cuyos ornamentos resaltan con los cambios de iluminación.
El concierto es organizado por una federación de valones, es decir, francófonos, en este país que comparten con los flamencos, un matrimonio a ratos mal llevado que se amortigua en la cosmopolita capital del reino.
En una de estas lindas casas, delgada y de varios pisos, con un cisne sobre la puerta, Karl Marx discutió y escribió con su amigo Engels uno de los textos decisivos del siglo XX: el Manifiesto Comunista, cuya primera línea advierte que: "Un fantasma recorre Europa, el fantasma del comunismo".
Con toda justicia, la Grand-Place fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, institución que también incluyó en su programa Memoria del Mundo al mentado manifiesto y a El Capital.
El museo Magritte, en cambio, queda en un palacio del siglo XVIII ubicado en la Plaza Real. Aquí se exhibe la mayor colección de la obra de un ícono del arte belga, René Magritte, el surrealista contemporáneo de Salvador Dalí.
Hay estupendos afiches de la primera época y retratos que ubicó en un contexto sorpresivo, convirtiéndolos en otra cosa.
Se encuentran también ese clásico de la pipa “que no es una pipa” y el célebre óleo de un señor con bombín y otra pipa en la nariz. Y está la manzana verde que llena un cuarto.
Pero con este absurdo montaje de fondo negro, la obra de Magritte, alegre, imaginativa, disruptiva, se vuelve medio lúgubre, de manera que el público deambula en silencio por la penumbra, como en el museo de Kafka, en Praga.
Solo al final, en la tienda de souvenirs, todo cobra vida otra vez, pues los afiches de los cuadros resaltan sobre un fondo celeste, del color del cielo.
Marx, Manifiesto, Magritte, Manzana… la quinta M corresponde a Mejillones, o moules–frites, el plato típico de Bruselas.
De suerte que nos apersonamos en Au Vieux Bruxelles, un esquinero y acogedor restaurante especializado en tan golosa y olorosa materia, donde damos cuenta de sendas ollas de mejillones al ajo y al vino blanco.
Sí, este es el lado bueno de la vida. Pero nadie sabe con qué saldrá Putin mañana.