De la Vida Real
Bombolí tiene el alma de la conservación
Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido.
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No planear, a veces, es el mejor plan. Hicimos maletas, agarramos unas cuantas chompas, tres mudadas para cada uno y salimos antes de las 09:00 de la casa.
Habíamos ido antes, pero nunca a pasar el fin de semana completo. Mi cuñada nos ha invitado muchas veces a almuerzos deliciosos y caminatas cortas, de las cuales bajábamos antes del atardecer. Esta vez, fue distinto.
Llegamos, y el suegro de mi ñaño nos tenía un itinerario perfectamente organizado, que con niños chiquitos fue imposible de cumplir, así que nos dejamos guiar por la improvisación, la historia, la chimenea prendida, la conversación, un café caliente, alternado con una cerveza al clima, o sea, helada.
La Marianita Pérez y el Bolo Haro tienen esta propiedad en el cerro Bombolí desde hace más de 40 años. "Un día, le dije a mi mujer: 'Construyamos una casa y hagamos nuestra vida aquí'. La Marianita aceptó. Sin ella, nada de este proyecto sería posible", me cuenta el Bolo mientras vamos a ver leña para alimentar el fuego de la chimenea.
"La ecología es el arte de reubicar las especies. Y, con este concepto, fui poco a poco construyendo esta reserva ecológica". Yo le había oído muchas veces esto al Bolo, pero en este paseo toda la información que me dio tuvo un impacto distinto en mí. No sé si maduré o ahora me interesa más la conservación del planeta.
Decidimos ir a caminar un poco con mis hijos y el Bolo, que acaba de cumplir 78 años. Él fue nuestro guía. Cada vez que encontraba una orquídea en el suelo o una bromelia botada, le daba un beso y decía: "Si se cayó, hay que reubicarle. Para lograr esto, se necesita mirar y analizar el lugar preciso donde la planta pueda vivir. Para esto hacen falta amor, agua, y comida".
Quien le ve de lejos ha de pensar que este señor está loco. Ir a vivir donde no hay luz, tener una vida austera –todo por el amor a la naturaleza–. Mientras él hablaba, esta idea no paraba de rondar en mi mente, hasta que le pregunté: "Bolo, dejar todo para venir a vivir aquí, muertos del frío, levantarse temprano para el ordeño y los empleados que no les duran. ¿Vale la pena?"
Y él, con la mirada fija y con una sonrisa, respondió: "Nada tiene más valor que respirar aire puro, tomar agua que no está contaminada y comer alimentos sin un solo químico. Las cosas materiales se acaban, se esfuman y el resultado es un mundo más contaminado, sin valores ni educación".
Valen, mira cuánta vegetación, mira cómo el ganado corre por el potrero, donde no he dañado ni un metro de naturaleza. La gente no aprecia si algo no es cuantificable. ¿Tú puedes cuantificar estar aquí, donde aprendes, observas y disfrutas de la naturaleza? No, ¿cierto?, pero te estás haciendo millonaria en conocimiento", me dijo.
Me quedé callada, pensando en que el Bolo no dice las cosas berreadas de la ecología, que me he cansado de oír. Dice la verdad. Poder aprender y disfrutar de estar en este paraíso no tiene precio. Este lugar es un regalo para el planeta, para la vida.
Los guaguas, admirados, veían un árbol con orugas, comían moras silvestres mientras se resbalaban por una bajada de hierba mojada. La libertad en su máxima expresión. Animales felices, niños felices, padres tranquilos y un señor sabio hablando verdades que cuesta comprender.
"Mira, Valentina, cada helecho gigante lo he trasplantado, cada árbol ha sido reubicado para poder hacer senderos. Aquí, en Ecuador, falta educación. Si tan solo se les enseñara a los niños desde chiquitos la importancia de la conservación, existirían adultos más racionales y empáticos con el medio ambiente. Así, jamás faltaría agua", me dijo Bolo.
"Imagínate el otro lado del cerro Bombolí, lo que no es nuestro. Es un desierto. La gente hace incendios para sacar carbón. Piensan que se hacen ricos por vender naturaleza muerta, pero no se dan cuenta de que al final la muerte solo atrae a la muerte. Mira aquí: vida, agua, investigación". Cuando veía a mi alrededor, me imaginaba que algo así ha de haber sido estar en la época de los dinosaurios.
Decidimos regresar. Era cerca del anochecer. La Marianita nos tenía la casa llena de velas, y cenamos arroz con carne. Nos entregó botellas con agua hirviendo, y mis hijos durmieron calientitos.
Nos despertamos con el ordeño. Desayunamos pan recién horneado, nata fresca, mermelada hecha en casa y café pasado en chuspa. Nos pusimos botas y chompa. Nos fuimos a una caminata de cinco horas. Mi cuñada nos iba contando, desde su perspectiva, con mucho humor, cómo fue su vida en Bombolí.