Una Habitación Propia
Auge y caída de unas gorritas
María Fernanda Ampuero, es una escritora y cronista guayaquileña, ha publicado los libros ‘Lo que aprendí en la peluquería’, ‘Permiso de residencia’ y ‘Pelea de gallos’.
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En esta semana en este país hemos tenido absurdos para dar y regalar. Es paradójico que siendo un país tan pequeñito podamos causar una vergüenza ajena tan descomunal.
La barrabasada más notoria, por supuesto, fue la protagonizada por un par de individuos con gorritas de pana.
Imagínense, dos gorritas de pana.
No sé si en sus cabezas coronadas por gorritas sonaba espectacular el show del asco que montaron o, simplemente, contaban con que generarían tanta simpatía entre la derecha fascista y racista (que en este país campa a sus anchas y discrimina como deporte) que prefirieron lanzarse al mar seguro de que desde un yate les lanzarían un salvavidas.
Los Gorrita de Pana -de pena-, creemos que en sus cabales, decidieron hacer un programa en TC, una televisión pública, en el que, entre otras estupideces que ellos suponían irreverentes y que resultaban simplemente bajas, ramplonas y agresivas, lanzaban dardos contra la foto de un líder indígena.
Dardos contra la imagen de un alto cargo del movimiento indígena ecuatoriano.
No sé si me estoy explicando bien: dardos.
Gorrita A y Gorrita B, regocijándose en su demencial, zafia, desagradable idea del humor hicieron un acróstico ofensivo en el que la palabra que encabezaba los insultos era "campesino".
No sé si Gorritas saben lo que es ser un campesino, ya que jamás han cogido una azada más que para dividir al país y no han sembrado en su vida más que odio.
Sin los campesinos nuestras existencias y las existencias de Gorritas serían imposibles.
Los campesinos nos han alimentado incluso en una pandemia mundial y han permitido que en nuestras casas tengamos papas y tomates, papayas y yucas.
El regalo de que la gente no muera de hambre además de morir de Covid.
La comida, como quizás piensen Gorritas, no se reproduce sola en las estanterías del supermercado.
Gorritas se creen provocadores y no son más que un par de gorritas.
O sea, nadie.
Lo triste es que mucha gente, entre yo misma escribiendo ahora sobre Gorritas, les hemos dado importancia y hemos alimentado esos egos tan rebosantes, tan enfermos de vanidad, que piensan que están haciendo humor irreverente cuando lo que están cometiendo son crímenes de incitación al odio.
Y pendejadas.
Si Gorritas hacen reír a alguien ese alguien es peligroso.
Los cínicos no sirven para este oficio, decía el mítico periodista Ryszard Kapuscinski, y es obvio que Gorritas son cínicos y, por lo tanto, pertenecen a ese grupo de pseudoperiodistas que, como los peruanos Jaime Bayly o Laura Bozzo, pretenden hacer creer a la gente que están informando cuando en realidad están montando un circo en el que ellos hacen de maestros de ceremonia, vendedores de boletos y payasos.
Gorritas se enriquecen con generar regionalismo y odio de clases.
A nadie le hace gracia que humillen a los indígenas públicamente salvo a quienes vienen haciéndolo desde que vinieron unos blancos a proclamarse mejores que los dueños de la tierra.
Solo a un clasista enfebrecido, una bestia racista, le puede hacer gracia que "campesino" se use como insulto.
Como se menciona lo sagrado, porque dar de comer es sagrado, la palabra campesino debería pronunciarse con reverencia y gratitud.
Gorritas ganan trescientas mil veces lo que gana un campesino (gracias al auspicio de muchas marcas que usted y yo consumimos) y, sin embargo, tienen el tupé de ofenderlos.
Deberían sacarse la gorrita frente a alguien que trabaja la tierra para que los demás coman.
En un país tan sensible, tan dividido, tan en carne viva, meter el dedo en la llaga es simplemente irresponsable y puede llegar a ser incluso nefasto.
¿Qué ganan Gorritas con el aplauso de los racistas? En primer lugar, plata. Los racistas y clasistas, es decir, los que se creen mejores por color de piel, oficio, apellido o procedencia, suelen tener billeteras gordas.
Segundo, que las Gorritas sean tomadas en cuenta. Que se vean. Que se hable de ellas (incluso mal, pero que se hable).
Y, tercero, poner a debatir a gente que no tiene argumentos, sino mala leche. Trolls hirviendo en ganas de matarse contra los que no piensen como ellos.
Alborotando el avispero.
Las Gorritas sin el efecto odio no serían más que unas Gorritas ridículas como tantas que andan por ahí, sin oficio ni beneficio.
Gorritas colgadas de un perchero, cogiendo polvo, vergonzantes.
Ese es su lugar y ese es el lugar que debemos darles.
Si nadie las ve, Gorritas no existen.
Que no existan, pues.
Que mueran con la indiferencia de un país que necesita paz en lugar de dardos.