Canal cero
El arzobispo envenenado el viernes santo
Doctor en Historia de la Universidad de Oxford y en Educación de la PUCE. Rector fundador y ahora profesor de la Universidad Andina Simón Bolívar Sede Ecuador. Presidente del Colegio de América sede Latinoamericana.
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Lo que menos puede esperarse es que en un país católico el jefe de la Iglesia fuera envenenado un Viernes Santo en la catedral con el vino usado en la ceremonia. Pero eso le pasó al arzobispo de Quito, José Ignacio Checa y Barba, el 30 de marzo de 1877.
José Ignacio Checa y Barba nació en Quito en 1829, en una familia aristocrática. Fue educado en la ciudad y en 1855 fue ordenado sacerdote. En 1859 fue a estudiar en Roma. Allí se enteró de su nombramiento de obispo Auxiliar de Cuenca, con residencia en Loja, a donde se trasladó en 1863. Cuando se creó la Diócesis de Ibarra, se le designó su primer obispo titular en 1865.
Participó en política y fue legislador en los congresos de 1863, 1865 y 1867. Tuvo una postura moderada y el Congreso de 1868 lo eligió arzobispo de Quito. No fue candidato de García Moreno y no se contaba entre sus partidarios, los "terroristas".
En el arzobispado mantuvo una relación con el presidente ultraconservador como "por el filo de un cuchillo" según declaró una vez. En 1873 realizó la “Consagración de la República al Corazón de Jesús”, junto con el presidente.
Muerto García Moreno, el garcianismo sucesorio no pudo conservar el poder. Fue electo presidente Antonio Borrero, opuesto al "terrorismo". Pero no aceptó desmantelar el régimen garciano y se aferró a un legalismo sin salida. Los notables de Guayaquil respaldaron un golpe de Estado y el 8 de septiembre de 1876 se proclamó Jefe Supremo al general Ignacio de Veintemilla, quien decía tener tendencia liberal.
Checa fue muy tinoso y no enfrentó a Veintemilla, pero no pudo detener una violenta reacción del clero contra las posibles reformas que la dictadura emprendería.
Un motín popular en Quito alentado por el padre Gago culminó con varios muertos. La represión del gobierno fue enfrentada por el clero con Checa a la cabeza. Se negó a dialogar con Veintemilla y se mantuvo firme y dispuesto a llevar la lucha adelante.
Entonces vino la catástrofe. El 30 de marzo de 1877, cuando Checa celebraba los ritos del Viernes Santo, luego del reparto de la comunión, puso vino en el copón y apuró el líquido, que lo sintió amargo. Terminada la ceremonia se retiró al Palacio Arzobispal, donde sufrió agudos dolores viscerales y náuseas. Murió en cuestión de minutos.
La noticia del envenenamiento del arzobispo se regó y se comenzó a inculpar del hecho al gobierno, a los liberales y a la masonería. Veintemilla lo negó y demostró que el crimen no le favorecía. El juez de la causa ordenó la prisión de varios liberales y un cura, pero no se pudo hallarlos culpables. Pese a que se realizaron intensas investigaciones y trámites, nunca se logró descubrir al autor.
El arzobispo Checa, que vivo hubiera sido factor de limitación de las tensiones, fue, luego de su asesinato, bandera de lucha de la agitación. Su muerte trágica y jamás aclarada lo transformó en héroe y mártir de la causa conservadora clerical que dividió al país por más de un siglo.