Una Habitación Propia
Una anciana inconsolable disfrazada de Daft Punk
María Fernanda Ampuero, es una escritora y cronista guayaquileña, ha publicado los libros ‘Lo que aprendí en la peluquería’, ‘Permiso de residencia’ y ‘Pelea de gallos’.
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Cada quien resiste como puede.
Ella, harta del encierro y la soledad -ese otro tipo de encierro-, decide sacar una silla plástica a la calle y sentarse en la vereda a ver pasar lo poco que queda de mundo.
Prisas antes del toque de queda. Gente abasteciéndose sin ser nada más que consumidores. El delicioso sol de domingo desperdiciado.
Difícil calcularle la edad: lleva guantes de cirujano, escarpines protectores de calzado, traje negro como hecho con fundas de basura, gorro de ducha y pantalla para la cara de plástico iridiscente.
Debe ser muy mayor, se nota por lo diminuta, por lo encorvadita, por la forma que junta las manos chiquitas sobre el regazo, por los mechones blancos que escapan del elástico del gorro.
Debe estar muy sola, se nota por la forma casi desesperada con la que mueve la cabeza de izquierda a derecha siguiendo a hombres, mujeres, niños y perros que pasan frente a ella camino a la farmacia o al supermercado.
No se ven sus gestos, pero no es difícil imaginarlos. Está feliz de ver gente, escuchar risas de niños, ladridos, pedazos de conversaciones.
Vida. Lo que hasta febrero llamábamos vida.
Paso frente a ella y nos miramos. Es un decir. Su máscara me refleja, espejo espantoso que me impide mirar a quien me mira, un parapeto que la deshumaniza, pero, al mismo tiempo, la convierte en alguien mío, mi familia, la persona más importante del mundo.
Siento de inmediato una compasión devastadora, una pena que casi me tumba al suelo, por esa anciana disfrazada de dj, de ingeniera nuclear, de viróloga en un laboratorio, de miembro de Daft Punk.
Imagino que los domingos -los otros domingos, cuando el mundo era nuestro y no del virus- viste un vestido que le gusta mucho, se pone lápiz de labios, algo de perfume, medias nylon y zapatos con un poquito de tacón.
Imagino que la visitan sus familiares, que van a misa todos juntos y después a comer a algún restaurante donde decenas de otras familias como la suya mueven la economía de ese restaurante, de cientos de restaurantes, del país entero.
Imagino que su familia suspendió las visitas de los domingos por el pavor de ser ellos quienes la contagien y la maten.
El miedo al virus la dejó a merced del otro asesino de la gente mayor: la soledad.
Entonces decide disfrazarse con todo el plástico que encuentra y sacar una silla a la calle para mirar su ciudad y mirar a la gente de su ciudad. No sabe si ríen o están amargados. Detrás de las mascarillas y las gafas de sol la gente es tan inescrutable como un robot.
Nadie es nadie.
Entonces piensa que quizás no viva para ver el mundo volver a la normalidad, es decir, volver a ver las sonrisas, ir a misa, comer fuera con sus nietos.
Antes del toque de queda se levanta muy despacio y sube la silla de vuelta a su casa.
La tarde le cae encima como una tormenta y la aplasta.