Una Habitación Propia
El adiós a un amor perfecto
María Fernanda Ampuero, es una escritora y cronista guayaquileña, ha publicado los libros ‘Lo que aprendí en la peluquería’, ‘Permiso de residencia’ y ‘Pelea de gallos’.
Actualizada:
Cuando mi papá murió, Dolly siguió esperando que volviera a la casa durante años.
Él la compró, aunque debería decir la salvó, en un semáforo en Urdesa después de enamorarse de sus ojos, dos botones negros, en un marecito de algodón blanco.
Mi papá era un cursi con los animales. Se hacía el que no, pero sí. Lo derretían los perros, de raza o runas, daba igual, le gustaba, pienso, ese amor tan desmesurado, tan insondable que dan los perros frente al amor tan condicionado que damos los humanos.
Era mutuo: los perros se le acercaban, le lamían la mano, se acostaban a su lado, se dejaban acariciar. Ellos saben quién los quiere. En eso somos parecidísimos: no hay perro que pase a mi lado al que yo no le dedique, al menos, una mirada, una sonrisa, un hola bajito.
Mi mamá, cuando estoy en Guayaquil, siempre teme que regrese con un perrito rescatado, como hice durante toda mi vida desde que era muy niña.
Lo heredé de él, también otras cosas no tan dulces, pero no es momento de hablar de eso, sino de Dolly.
Cuando mi papá murió, Dolly, que era suya y lo sabía perfectamente, lo buscaba por todos lados y nos miraba como preguntándonos ¿dónde está?, ¿cuándo regresa?
Al dolor de su pérdida se sumó el dolor de no poder explicarle a Dolly que ya no volvería, que no escucharía nunca más su chiflido único, la voz del amo.
El mueble de él, imbricado con su olor, se convirtió en su refugio y su fortaleza. De ahí no la sacaba nadie.
Hace unos días hubo que dormir a Dolly. El cáncer, como a su dueño, como a mi padre, se la empezó a comer de dentro hacia afuera y, como a su dueño, como a mi padre, el dolor la empezó a convertir en otro ser: un animal que padece.
Antes de Dolly tuvimos una perrita a la que, por amarla tanto, o eso creíamos, dejamos malvivir más tiempo del que debía. Postergamos la eutanasia hasta que murió de muerte natural después de haber sufrido dolores y deterioro. No hay cómo explicar el dolor a los animales y eso es doblemente brutal.
De nada sirve lamentarse, lo sé, pero dejamos que nuestra mascota amada sufriera sin necesidad.
No lo íbamos a hacer nuevamente.
Dolly murió un domingo, acostadita de lado, con la mano de mi hermano sobre su pata mientras, en diferentes partes del mundo, la llorábamos todos como se merecen los amores.
Dolly murió sin sufrimiento innecesario, sin convertirse en una masita de dolor inmenso, sin pasar hambre ni sed ni asfixia ni punzadas. Murió con toda la dignidad del mundo: no se hizo ni caca ni pipí encima, no hubo que alimentarla por sonda ni cargarla ni darle medicinas paliativas. No prolongamos ni un día su dolor.
Quiero creer que tuvo una vida feliz y una muerte acorde con esa vida.
Quiero creer, también, que ese mismo domingo, cuando se paró su corazón, se encontró con mi papá en una réplica exacta del mueble de ambos y se durmió feliz de que él, su ser más querido, le acariciara otra vez y ya para siempre la cabecita blanca de algodón.