De la Vida Real
Voces que se alejan: El adiós de una amistad migrante
Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido.
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Armaron maletas y se fueron. Y yo me quedé, llorando de soledad, de pena, porque mis amigos decidieron regresar a Venezuela. Y sí, sí me dio iras, me dio dolor y resentimiento. Se fueron y me dejaron sin ellos.
Trato de entender que deben volver a su tierra. Me explico una y otra vez que su vida está en Isla Margarita. Los conocí hace cinco años y siempre supe que estaban de paso por Ecuador: “Hasta que la situación mejore allá”, me dijeron cuando les pregunté hasta cuándo se pensaban quedar aquí. Y mientras la situación mejoraba, la vida nos unió a tal punto que me volvieron su comadre. Soy madrina de su hija Liah que a mediados de este mes cumplirá dos años.
En todo este tiempo me hice amiga de sus amigos y conocí a doña Rosa, la mamá de ella. Se regresó hace más de un año porque su cáncer de colon estaba muy avanzado y quería ir a morir con sus hijas, allá en su tierra.
Y cuando se fue, lloré, porque ella de verdad me quería. Me preparaba arepas rellenas, cachapas, tequeños y siempre que me veía me invitaba a fumar a escondidas. Doña Rosa me quería y yo la quería mucho. Ella, en Venezuela, trabajaba en la casa de unos árabes donde aprendió a cocinar los mejores manjares que he probado en mi vida. “Esto, Valentina, se llama kibbeh. Pruébelo con esta salsa”, me decía. Y mientras comíamos, me explicaba la receta. Doña Rosa fue la primera en irse antes de que la situación mejore y su salud empeore.
Ahora, su hija me explica que se va porque su mamá espera despedirse de ella para poder morir tranquila.
Armaron maletas y se fueron el primero de enero de 2024. Franklin quería volver el primer día del año. "Nos vamos a comenzar de nuevo", nos dijo. "Pero nos vamos llenos de recuerdos, nos vamos con el corazón repleto de ustedes". Nos abrazó y salió.
Con ella, la Sele, mi amiga, mi cómplice, mi comadre, solo nos abrazamos. No me dijo nada y lloramos juntas porque las dos sabemos que tal vez no nos volvamos a ver. No habrá más cafecitos improvisados. No iremos más al gimnasio, ni a los helados con queso, ni a los maduros fritos a media mañana. No, ya no habrá más esa alegría que nos unía.
Solo la abracé y lloré, y lloré, y la odié por egoísta. "Ella se va y me deja", pensé. Claro, tiene que regresar, eso entiendo racionalmente. Pero ¿cómo calmo esta pena de extrañar a alguien con quien compartí tantas cosas?
Les conocí porque fueron los profesores de natación de mis guaguas y nuestros hijos se hicieron amigos. Jugaban fútbol, a las escondidas y la Amalia con la Isabel, la hija mayor de ellos, no paraban de hacer travesuras. Jugaban de verdad.
Dos culturas distintas, dos generaciones diferentes, dos mundos y realidades que se unieron en un tiempo y en un espacio que coincidió e hizo que nos fusionáramos.
Sí, lloro porque les extraño. Lloro porque ellos me enseñaron lo duro que es migrar. Lloro porque nuestra amistad no fue eterna sino temporal. Lloro porque me duele saber que la vida sin ellos aquí no será igual. Nuestra amistad se basó en ayudarnos mutuamente en todo lo que podíamos.
Cuando nos conocimos y no nos entendíamos, tratábamos de explicar lo que queríamos decir. Al final sacamos un dialecto conjunto: nosotros usábamos sus palabras y ellos usaban las nuestras. La sandía se volvió patilla; el plátano, cambur; las empanadas, pasteles; y el golpe se hizo coñazo.
Y para ellos, el "pásame" se volvió gerundio; los hijos ahora son los guaguas; y los reales se convirtieron en centavos.
La Sele me escribió ayer. Me dijo que ya llegaron a Colombia, que su hija Isabel está de cumpleaños y se van a quedar unos días ahí visitando a la familia del Franklin. Y yo no le contesté, no supe qué decirle.
Y lloré. Lloré porque sé que no estaré con ellos picando la torta y cantando el "cumpleaños feliz" más largo de la historia. Y eso duele.
Solo espero que la pena pase, y que Venezuela mejore para que ellos estén bien. En el fondo de mi corazón quiero que en su casa tengan una cama extra para irles a visitar algún día. Y tomaremos ron: ellos puro y yo con un poco de limón. Y nos reiremos acordándonos de lo que vivimos. Y yo les contaré que sigo haciendo la receta de arepa tal cual me enseñaron. Y estoy segura de que ellos me confesarán que ahora aman el arroz con queso y harto ají que cuántas veces les di y cuántas me criticaron.