Leyenda Urbana
Que los alcaldes decidan el cambio de semáforo, una coartada de Moreno y Romo
Periodista; becaria de la Fondation Journalistes en Europa. Ha sido corresponsal, Editora Política, Editora General y Subdirectora de Información del Diario HOY. Conduce el programa de radio “Descifrando con Thalía Flores” y es corresponsal del Diario ABC
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Nunca antes como ahora una decisión gubernamental habría involucrado la vida misma de la gente. Y tampoco nunca como ahora de lo que las autoridades decidan dependerá el destino de la economía nacional, en franca agonía.
Conscientes de este dilema, las autoridades centrales han preferido dejar tamaña decisión en manos de los alcaldes quienes tendrán la última palabra para cambiar de color el semáforo y pasar del confinamiento al “distanciamiento productivo”.
Apenas días atrás, en Guayaquil cualquier iniciativa entorno a la pandemia debía ser consultada cuando no ejecutada en conjunto con las autoridades nacionales, a quienes, vale decir, les cobijan normas y disposiciones que ponen en manos del Gobierno el manejo de la crisis, incluyendo la movilización de la fuerza pública. Por eso, el COE-N ha tenido la última palabra. Pero hoy, no.
El Hamlet de Shakespeare, con su ser o no ser, descifraría la disyuntiva que habrán enfrentado el presidente Moreno y su ministra de Gobierno, María Paula Romo, frente a dos amenazas: la pandemia que mata y la economía que puede significar el descalabro de la sociedad.
Presionados por los sectores de la producción que asisten, estupefactos, al derrumbe de empresas y negocios, hasta hace poco modélicos, y al despido de cientos de trabajadores, saben bien que el momento económico es de una gravedad sin precedentes.
La presión viene también de las calles dónde miles de hombres y mujeres salen a diario a ganarse la vida. El estómago vacío sobrepasó al miedo al contagio por lo que rompieron la cuarentena, acuñando la más estremecedora de las frases: “si no me mata el virus, me mata el hambre”.
Mordiéndose el dolor y las lágrimas, quienes perdieron a familiares, amigos y vecinos batallan en el terreno que conocen bien y, aunque ha mutado, les es más amigable para reinventarse; por eso, muchos venden mascarillas y guantes que es lo que, hoy, busca la gente.
El Gobierno nacional habrá valorado también el riesgo de una decisión no asertiva que le pudiera significar el bochorno del desacato colectivo y hasta la desobediencia civil que, de manera inimaginable, hoy juntaría a los de arriba y los de abajo, causando una crisis de gobernabilidad que pondría en riesgo la precaria democracia.
Reacciones violentas porque la gente siente que cada día se empobrece más, no están descartadas. La presión psicológica por las condiciones precarias durante el confinamiento, habría exacerbado el ánimo de miles.
Un informe del Observatorio Ciudadano de la Seguridad Integral (OCSI) da cuenta de un probable incremento de los delitos comunes para satisfacer las necesidades básicas de los estratos sociales vulnerables.
En el otro vértice, en el de la vida misma, el peligro de rebrote y una oleada de contagios, sobre todo en Quito, y otras ciudades de la sierra, está latente. La revelación del alcalde de Jorge Yunda de que 75% de las personas contagiadas irrespeta la cuarentena causa pavor porque implicaría que la peste ronda la capital.
Una ciudad de cerca de tres millones de habitantes, que recién el 26 de mayo alcanzará el pico de casos, cuando se cumplan 70 días de aislamiento, está en un momento de alto riesgo.
Si a esto se suma el anuncio del ministro de Salud de que el 60% de la población ecuatoriana se contagiará; es decir 10,8 millones de habitantes, y que de estos unos cuántos enfermarán gravemente y otros hasta fallecerían, es escalofriante.
En este aterrador escenario, las denuncias de corrupción vinculadas a los hospitales del Ministerio de Salud y el IESS y las actuales compras para atender la crisis sanitaria, que involucran a funcionarios y cercanos al Gobierno, prueban que el discurso de lucha contra la corrupción es falso y encubridor.
El ansia de enriquecimiento hiere el alma porque no solo que nunca se debe robar, sino que hacerlo cuando hay muertos por COVID-19, es insano, infrahumano y evidencia que el ADN ético de esta gente se ha dañado.
El país clama justicia pero ésta es lenta y solo actúa cuando los casos son públicos, mientras que los organismos de control sobreviven en una insoportable desidia que raya en negligencia.
Pero hay más: Si el Gobierno ha decidido mover el eje del relato de la pandemia, a fin de que no le caiga toda la responsabilidad por los errores y falencias de un sistema de salud ineficaz, al que entre 2017 y 2019 rebajaron sus inversiones de USD 353 millones a USD 186 millones, evidencia una hábil maniobra para no responder al juicio de la historia.
Poner en los hombros de los alcaldes una de las decisiones más graves de la crisis es una movida estratégica extraída de los manuales.
Si durante la pandemia, el consejo más difundido ha sido lavarse las manos, las autoridades nacionales lo habrán hecho bajo el signo de Poncio Pilato, lo que, además, terminaría siendo una impensable coartada.