Una Habitación Propia
Agorafóbica, germofóbica, antropofóbica y hafefóbica
María Fernanda Ampuero, es una escritora y cronista guayaquileña, ha publicado los libros ‘Lo que aprendí en la peluquería’, ‘Permiso de residencia’ y ‘Pelea de gallos’.
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Una lo ha visto en las películas, 'La mujer de la ventana' y 'Copycat', por ejemplo, en las que las protagonistas, por estrés postraumático, son incapaces de salir de sus casas.
Pisar otro lado de la puerta las enferma y las horroriza. Tienen crisis de ansiedad con la sola idea de pensar en llegar a la esquina. Se alimentan gracias a amigos y parejas o al delivery.
Una ha escuchado de los hikikomori (literalmente "apartarse"), los jóvenes japoneses que no salen de sus casas. Ermitaños modernos, los hikikomori, no abandonan su vivienda o su habitación en años.
Se calcula que son más de quinientas mil personas las que viven aisladas del contacto humano, salvo el de las redes sociales e Internet.
En el caso de estas personas, se mezclan la ansiedad social con agorafobia (miedo a los espacios abiertos) y una timidez extrema.
Según la explicación de los expertos, a menudo se encuentran tristes, pierden a sus amigos, se vuelven inseguros, tímidos y hablan menos. Además, como resultado de largos periodos de aislamiento pierden las habilidades sociales que nos permiten a todos tener una relación sana con el mundo que nos rodea.
Son, digamos, caracoles que se encierran cada vez más dentro de su concha hasta desaparecer.
Una escucha de esto y de aquello. Nunca piensa que le va a pasar.
En este momento al otro lado de la ventana hace un sol espléndido. Cerca hay parques y cafeterías al aire libre donde no se corre ningún -o muy mínimo- peligro de contagio.
Y, aún así.
La agorafobia, la germofobia, la antropofobia (miedo a las otras personas) y la hafefobia (miedo a que te toquen y tocar) se han adueñado por completo de mi mente. No importa cuántas cifras me den ni cuántos datos esperanzadores.
Que ya no hay contagios, dicen, que ya estamos a salvo.
En España, la gente puede estar ya en la calle sin mascarilla y grandes masas humanas, por fin libres, recorren las calles con la nariz y la boca desnudas, expeliendo babas y mocos.
El transporte público vuelve a estar congestionado y el teletrabajo se va convirtiendo en algo del pasado.
La nueva normalidad volvió a la normalidad.
Y, sin embargo.
No sé si alguien más está pasando por esto o si mi fragilidad mental, sumada a casi dos años de encierro, me están pasando factura.
Como en la película 'La mujer en la ventana', cada día digo que voy a dar un paso fuera de la casa y cada día lo postergo para el siguiente.
He cruzado la calle a la farmacia y he vuelto gritando por dentro, con sensación de estar en llamas, a la ducha confortante del encierro.
Un ratón en su madriguera.
Los amigos dicen que me ponga pequeñas metas, pero ninguna me parece pequeña. Las masas humanas están por todos lados sin mascarillas y el corazón se me sale del pecho cada vez que me veo atrapada entre ellos. Sudo, tiemblo, me fallan las piernas.
No quiero salir.
Algunos han llamado a este desorden postcovid 'el síndrome de la cabaña', es decir, el miedo a la libertad y a adoptar la reclusión como la única forma de vida segura.
La idea de salir me da escalofríos, me cuesta respirar.
He salido, claro, a la fuerza.
He salido en taxi viendo por la ventana cómo el mundo vuelve a ser el mundo y sintiéndome estúpida porque yo no soy el mundo.
¿Por qué yo no soy el mundo?
No veo a nadie, no salgo a nada, me aterran los cines, los teatros, la idea de estar uno contra otro en el metro o el autobús.
La gente no lo entiende, piensan que es una cosa que se puede superar con palabras de aliento o cifras mínimas de contagios.
Esto no sé cómo se supera. No he ido a una reunión en un par de años.
Como el chico o la chica hikomori, me comunico por zoom o por redes sociales. Me comunico por aquí, con palabras escritas. Pido el supermercado a domicilio.
¿Qué tengo de malo? ¿Por qué la gente ya hace su vida normal?
Las fobias no pueden explicarse solamente por las cosas reales, ni tampoco pueden solucionarse con buena voluntad: tienen unos impulsos a veces incomprensibles que parten de un lugar muy extraño del cerebro.
No es el miedo a morir, es el miedo a las multitudes, no sé si me explico.
Si a alguien más le pasa, por favor cuéntenmelo, no quiero estar sola en esta asfixia.