De la Vida Real
Enfrascados en ser adultos, olvidamos los sentimientos de los niños
Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido.
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Siempre veo la maternidad desde un punto de vista de mamá, un punto de vista muy poco objetivo. Estoy inmersa en este mundo lleno de contradicciones, caos y mimos.
Pero esa mirada maternal se fue por completo hoy en la tarde, cuando veía la película iraní ¿Dónde está la casa de mi amigo?, del director Khane-ye Doust Kodjast (1987) y pude entender desde la mirada de un niño como es su día. Comprender sus miedos, sus inquietudes y sus bondades.
Cada vez que la cámara enfocaba al niño actor, me acordaba de mis hijos. En la primera escena los niños, de ocho años, están en su aula de clases y el profesor, bravísimo, le grita a un alumno por no haber hecho el deber en el cuaderno, sino en una hoja. El niño se puso a llorar en silencio.
Sentí el dolor y la impotencia de este chiquito ante el poder de los gritos del profesor.
Sentí porque lo viví cuando estaba en el colegio y lo reviví hoy cuando mi hija Amalia, de ocho años, llegó llorando de la escuela, porque se sacó un seis en inglés.
La profesora le había dicho que su exposición, para la que ella se preparó todo el fin de semana, estuvo mal. Le dijo también que su disfraz no era suficiente y su cartel no tenía el texto necesario.
La Amalia, sentadita en su cama, me contaba con llanto profundo lo mal que se sintió. Le abracé y le dije que las notas no importan.
Le expliqué que, probablemente, la profesora tiene un esquema que cumplir para calificar. Se quedó tranquila, y la invité a ver una película. Escogimos una al azar, y nos salió esta.
-Má, yo creo que los profes se olvidan que ellos también fueron niños y estudiantes, por eso no se dan cuenta lo mal que nos hacen sentir.
Me dijo mientras veíamos la primera escena.
Luego, este niño se va a su casa, quiere hacer las tareas, y la mamá le pide que le prepare el biberón al hermano menor, un bebé de unos cuatro meses.
Y no pude evitar acordarme cómo El Pacaí, mi hijo mayor, me ayudaba también a preparar las mamaderas, a cambiarles de ropa, a hacerles vuelo en la hamaca a sus hermanos mellizos, y el corazón se me encogió.
Mientras todo esto pasaba, el niño le quiere explicar a la mamá que se trajo el cuaderno de su compañero por error, y que si no se lo entrega el profesor le va a expulsar del colegio. Pero la mamá seguía lavando ropa, no lo escuchaba y lo mandó a comprar pan.
Y claro, muchas veces los niños nos quieren decir sus inquietudes, sus angustias, sus dudas, sus miedos, sus alegrías, y nosotros no les oímos.
Estamos sumergidos en el papel de ser padres, y de adultos. Y los niños se estresan –ellos también sufren–.
Me acordaba tanto de mi hijo Rodri. Siempre quiere cumplir a la perfección todo lo que hace, pero es despistado, tiene mala letra, pero hace los deberes ni bien llega a la casa. El de verdad se angustia.
Nosotros le decimos que se relaje, que no importa. Pero hoy entendí que los niños tienen un miedo real al poder de las notas y a no cumplir con los profesores.
Traté de sentirme más espectadora y menos protagonista. El niño se va solito al pueblo vecino a buscar la casa de su amigo, pero no la encontró. Preguntaba y preguntaba, y nadie le daba razón.
Esta historia tan simple va acompañada de una fotografía lindísima. Es un largometraje muy sencillo, pero con mucha carga emotiva.
Durante una hora y 20 minutos que dura la película, mis hijos venían a verla conmigo. Me pedían que les explicara. Les repetía la trama, se iban, luego volvían, me preguntaban por qué lloraba, les contaba el contexto, les parecía una ridiculez, y se iban otra vez. Pero no me enervé.
Me gustó compartir esos ratos con ellos. Otras veces me desesperan, porque quiero ver sola y tranquila una película. Pero hoy no. Hoy dejé que su compañía fluyera con mi entendimiento de ver la vida desde sus ojos.
Se terminó la película, y les encontré a mis tres hijos haciendo una fogata en el patio de la casa. No me pidieron permiso, pero les vi que estaban tan felices, que no quise interrumpirles.
Pensé en que debería tener un recipiente con agua listo por cualquier emergencia, pero al mismo tiempo decidí solo confiar en que ellos saben lo que están haciendo, y les tomé, a través de la ventana, miles de fotos.