De la Vida Real
El abuelo que se fue y la abuela que no queremos ver partir
Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido.
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El mar, el campo, el bambú, andar sin zapatos, los mosquitos y comer fruta son cosas que siempre me recuerdan mi niñez, pero sobre todo a mi abuelo.
Ahora que tengo 40 años, es cuando más lo extraño. Me encantaría que estuviera aquí, disfrutando de la playa con nosotros.
Su ausencia hace que siempre esté presente en mis historias, esas historias que ahora les cuento a mis hijos, y que son enseñanzas que les trasmito.
Cuando nosotros éramos chiquitos, mis abuelos nos llevaban a la hacienda en La Concordia, en donde tenía amigos que siempre estaban. Sentía que me esperaban, pero no. Ahora me doy cuenta de que ellos vivían ahí y, cuando yo llegaba, ellos me integraban a su día a día.
Me despertaba muy tempranito para ir a su casa a desayunar majado, tigrillo, seco de carne o bolón de verde. También preparaban tortillas de yuca con jugo de mango.
Luego me llevaban en el tractor al río, porque tenían que lavar ropa, y yo nadaba, nadaba hasta que me llamaban para regresar a la casa de mis abuelos. En la tarde bajaba, y me ofrecían caldo de gallina con arroz.
Estos recuerdos vinieron a mí con nostalgia, una nostalgia de haber tenido una niñez feliz, una niñez en la que no entendía la fuerza que me darían para ser adulta y enfrentar la maternidad con tanta libertad.
Estuvimos hace poco en la casa de uno de estos amigos. Tal vez, a él lo conocí más en la adolescencia, cuando prefería quedarme a desayunar con mis abuelos y pasar de largo, saludándole solo con la mano.
El tiempo pasó, mi abuelo murió y yo me casé y tuve hijos, y a Pascual, ese trabajador lejano, lo volví a encontrar hace nueve años, cuando vinimos con mi esposo y mi primer hijo a administrar el hotel de mis abuelos en Same.
Sus hijos fueron parte de nuestra vida, y El Pacaí se volvió maestro gracias a ellos. Aprendió a usar machete, a caminar descalzo y a comer tonga. Se iba con Pascual y sus hijos a trabajar al campo.
Pascual y su familia volvieron a vivir en La Concordia y nos invitaron a pasar con ellos unos días antes del 31 de diciembre. Llegamos a su casa, una casa de caña lindísima.
Vi a mis hijos sin zapatos, comiendo fruta recién cosechada y jugando fútbol con los hijos de Pascual, riéndose como solo los niños saben reír.
Almorzamos caldo de manguera y de desayuno un delicioso encebollado. Me recordó a mi niñez. Y el recuerdo de mi infancia floreció.
Pasamos tres días juntos, nos fuimos a un río, pero no a lavar ropa. Hicimos un paseo de verdad. Llevamos una pierna de chancho para asarla a la parrilla. Comimos naranja, mangos y guabas compradas en la carretera.
Nos bañamos en un agua pura y cristalina, donde había peces rojos, verdes y cafés. Me senté en una piedra a contemplar la infancia de mis hijos.
Y sí, esa fue la herencia que me dejó mi abuelo, los recuerdos.
Llegamos a la playa, y me topé con mi abuela. Me saludó sin sorprenderse de nuestra llegada inesperada, porque para ella que estemos en su hotel es algo habitual.
En la mesa estaban mis primos, y de la forma más natural empezamos a acordarnos de nuestra niñez, que compartimos juntos, pero con distintos puntos de vista. Cada primo tiene un recuerdo, tiene su historia.
Nuestros hijos nos oían con atención. Mi prima Gabi contaba con risas que mi abuelo no nos dejaba usar zapatos: "En la playa hay que caminar descalzos", nos decía.
Yo les contaba que mi abuelo no nos dejaba rascarnos los picados de moscos: "No se rasquen. Si se rascan, solo les pica más", nos advertía cada vez que nos veía la cara de placer que da al rascarse.
Mi primo Rafa se acordaba con terror de que mi abuelo no nos permitía levantarnos tarde: "Vayan al mar. Nada de quedarse acostados. Hay que disfrutar el día –no sabemos cuándo vamos a volver–".
En el fondo sabíamos que vendríamos el siguiente fin de semana. Siempre sabíamos que volveríamos una y otra vez.
Mi abuela nos oía, con esa atención que ponen las personas mayores y dijo:
-Vean qué bien les hemos criado. Gracias a eso están aquí todos sin zapatos, comiendo lo que hay en la mesa y riendo de los recuerdos. Espero que cuando yo me muera también me extrañen como le extrañan al abuelo.
Y el silencio ocupó un espacio en la mesa. Ninguno de nosotros está listo para contar recuerdos sin mi abuela presente.