Una Habitación Propia
La Abuela
María Fernanda Ampuero, es una escritora y cronista guayaquileña, ha publicado los libros ‘Lo que aprendí en la peluquería’, ‘Permiso de residencia’ y ‘Pelea de gallos’.
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Intentaré no hacer espóiler.
Vi hace poco 'La Abuela' del español Paco Plaza, el mismo director de 'Verónica' o 'Rec'.
Si hiciésemos una sinopsis ridícula diríamos que se trata de una abuela maligna persiguiendo a una nieta frívola y bella.
Un giro al tema de la madrastra de 'Blancanieves'.
Sin embargo, la sensación que queda después de ver 'La Abuela', más allá de los sustos, es de profunda tristeza.
¿Quiénes somos cuando ya no nos consideran ciudadanos, sino viejos?
¿Quiénes somos cuando no podemos decidir dónde vivir, qué comer, en qué dirección mirar?
¿Quiénes somos, digo, cuando por no controlar no controlamos ni nuestros esfínteres?
Somos bebés que producen espanto, personas no-personas a las que se sigue queriendo, pero que molestan ahí donde las pongas.
Sobras.
Somos el cansancio de los demás. El rezo vergonzante de que venga la muerte y tenga nuestros ojos.
La abuela de la película, y esa es la genialidad del género del terror, no es una viejecita trágica rumiando años perdidos con las manos torcidas en el regazo.
No voy a decir qué es, pero eso no.
Pensé mucho en el miedo a la vejez después de ver la película. En la de mi mamá, pero también en la mía.
¿Qué haremos cuando mi mamá no pueda valerse por sí misma? ¿La sacaremos de su casa de toda la vida porque ninguno puede sacrificar su carrera para convertirse en su acompañante las veinticuatro horas del día?
¿Pagaremos una cuidadora para sacarnos el bulto de encima? ¿La meteremos a una residencia donde estará rodeada de gente a la que no eligió, que no ama?
El anciano pesa, genera víctimas, muere y mata.
La abuela de alguien a quien quiero mucho, y a la que tuvieron que meter por causas de fuerza mayor a una residencia, de vez en cuando recuperaba su cabeza de siempre y preguntaba ¿quiénes son estos?, ¿los conozco?, ¿a qué hora me llevan a mi casa?
A solas, en un cuarto en el que no reconocía nada, lloraba como una niñita.
Y los que la amaban, en su cuarto, lloraban también como niños.
Nuestros ancianos nos convierten su existencia en culpa.
La vejez es crueldad. La gran crueldad: necesitamos los cuidados de un bebé, pero no generamos la ternura de un bebé.
El bebé es vida, el anciano es muerte.
En el terror se ha usado mucho la imagen del anciano o la anciana como el otro, el monstruo, el que necesita beber sangre o matar constantemente para recuperar la belleza y la fuerza.
'Drácula' se nos presenta como un conde anciano que atiborrándose de sangre se convierte otra vez en un hombre joven. La condesa sangrienta se baña en la sangre de jóvenes vírgenes para, alimentándose de esa luz inmaculada, mantenerse hermosa.
La eterna juventud, ese anhelo antiguo como el tiempo: conseguirla requiere de sacrificios humanos, de vender el alma al diablo, de perversiones innombrables.
Los ancianos dan miedo porque nos recuerdan nuestra propia mortalidad, nos recuerdan a dónde vamos inevitablemente, nos recuerdan, con su delgadez, sus mejillas hundidas, sus ojos vacíos, a un muerto.
Lo que fue y ya no es.
La cabeza ida del anciano nos llena de pavor porque nos hace pensar en nuestro propio cerebro boicoteándose, boicoteándonos, haciendo que la gente que un día nos miró con respeto y consideró nuestras opiniones válidas nos diga sí, sí, claro, como a niñitos caprichosos.
El niño no fue otra cosa y el anciano sí: el anciano fue un ser humano que tomaba decisiones e iba sin pañal.
El cerebro como otra casa de la que también nos echan.
Pura vergüenza, pura humillación, pura necesidad del otro.
La vejez es impiadosa.
En 'La Abuela' hay una vuelta de tuerca, pero queda ese sinsabor de pensar que un día sobraremos, que un día alguien joven dirá ¿y ahora yo qué hago con esta vieja senil?, que un día no sabremos quiénes somos y pediremos con lágrimas que nos saquen de ahí. Ojalá ese día alguien nos ayude a volver a nuestra casa.