¿Por qué los restaurantes no entienden que el vino es un aliado?
Imagen de archivo de un camarero sirviendo una copa de vino en un restaurante.
AFP
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Las cocinas de nuestro tiempo se asoman al vino con el fervor del nuevo converso. El crecimiento y la puesta en valor de la cocina ha traído cambios que apenas imaginábamos hace solo 15 años.
La dignificación del oficio de cocinero y la transformación de sus representantes más destacados en estrellas mediáticas y sociales, es uno de ellos. También ha cambiado nuestra relación con el vino.
Hace casi cinco siglos que el vino marcando la pauta del lujo entre nosotros, en las mesas familiares y en los restaurantes de referencia.
El vino es un producto de lujo en un país donde la producción vitivinícola es más una excepción: Dos Hemisferios, Chaupi Estancia Vinery y Viña del Guayacán tiene la exclusiva. Ojo, para ser vino deben proceder de la uva.
El vino es caro en Ecuador y hasta cierto punto es normal. Es un producto importado, cuya llegada al país genera apreciables gastos de transporte y cargas impositivas.
Añadimos los beneficios del importador y los del distribuir y tenemos un panorama que se complica más cuando llega al restaurante, donde suelen aplicar como autómatas una vieja práctica que casi nadie entiende y les lleva a multiplicar el precio de compra por tres.
El resultado es apocalíptico. Vinos que en origen costaban USD 10, se venden (se ofrecen; vende poco vino) en restaurantes de Quito o Guayaquil por USD 70, USD 80 o USD 90. Si vas a Galápagos no pidas la carta de vinos si no tienes un desfibrilador sentado a la mesa.
Nuestros cocineros más ilustres, tan viajados, tan sesudos, tan dispuestos a ofrecer cátedras de filosofía social, éxito empresarial y antropología de tocador, nunca se han parado a pensar en lo que importa: el vino puede ser un gran aliado de su negocio, en lugar de un obstáculo en la relación con el cliente.
Pedir un vino en los restaurantes que marcan el ritmo equivale a tener un invitado a la mesa; un cubierto más por botella. Obligan a beber midiendo el tamaño del trago, intentando que la copa dure un almuerzo entero.
La creciente moda del vino -aumentará en la medida que el público se vaya cansando de los mejunjes alambicados, extraordinariamente costosos y sin personalidad que sirven como cócteles- obliga a ver el vino de otra manera.
Hay clientes, cada día más numerosos, que van al restaurante a beber; a conocer vinos, a probar novedades, descubrir variedades, bodegas o elaboraciones. No es fácil hacerlo cuando cada botella te cuesta entre USD 70 y USD 150.
Si tuviera un negocio, preferiría vender 10 botellas semanales que proporcionan un 50% o un 60% de margen de beneficio que tener guardada todo el año una que no vendo porque le la vendo al triple de lo que pagué por ella. Hay especialistas dedicados a tratar este tipo de trastornos.
Nuestros restaurantes deberían revisar los márgenes del vino, como deberían hacerlo con las opciones por copas que ofrecen al cliente. Cuantas más copas disponibles -y no necesariamente enormes; prefiero tres copas chicas y divertirme con el vino- más atractivo será.
El consumidor de vino también come, y factura. Este negocio trata de algo tan simple como eso.
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