Quiero ver el plato
¿Por qué se empeñan en convertir los comedores en lugares que complican algo tan simple como disfrutar mientras comes?
Detalle de comida y velas en el Standard Hotel, el 28 de febrero de 2014 en Los Angeles, California.
AFP
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La noche promete. Tengo cita con dos viejos amigos para cenar en uno de los nuevos restaurantes de Quito. Hace tiempo que no nos encontramos y hay motivos para celebrar.
Entro al restaurante y la oscuridad me rodea, apenas matizada por alguna luz indirecta y unas minúsculas y absurdas velas en el centro de cada mesa.
Llegado a ella, debo prender la luz del celular para leer la carta. En este no hacía falta luz añadida, pero casi. Me cuesta distinguir los perfiles y los colores de los ingredientes del plato sin más ayuda que la que proporciona la ridícula llama de la vela.
¿Quién dijo que intimidad o cercanía equivale a oscuridad?
Tal vez fueron los mismos arquitectos, decoradores, interioristas, o como sea que hoy les resulte digno llamarse, que nunca se preocuparon por estudiar el papel de los materiales y los volúmenes en la absorción o multiplicación del ruido en los comedores.
Ojalá el título conllevara capacidad de formarse, de conocer la esencia de cada restaurante, de razonar y pensar en el comensal (esa persona que se sienta en la sala y sufre las fallas de sus proyectos) cuando se aplica a un nuevo local.
¿Por qué se empeñan en convertir los comedores en lugares que complican algo tan simple como disfrutar mientras comes?
No es tan difícil; es cuestión de detalles, como matizar el ruido, un asiento cómodo, a la altura debida, un sillón que no se hunda y te deje con los brazos por debajo del borde de la mesa, ver la comida…
¿Quién dijo que una cena romántica debe ser a ciegas? ¿Quién dijo que la intimidad se establece a oscuras? Para intimar también hace falta mirarse a los ojos. Un plato a oscuras es como practicar sexo con la luz apagada.
Hay restaurantes que ciegan al cliente con una cinta oscura para que coma a tientas, en una experiencia que prescinda de la vista para acentuar, presuntamente, los demás sentidos. Solo es un juego.
La comida entra por los ojos, decían hace cuarenta años, y no han dejado de decirlo nunca. Por eso es tan importante la estética del plato, su composición cromática, la posición de cada ingrediente.
Hoy importa mucho más. En el tiempo de las redes sociales y el postureo vital, la visión de un plato trasciende a la mesa del restaurante y cobra un peso que nunca habíamos imaginado.
De repente, las fotografías que los clientes del restaurante cuelgan en sus redes se han convertido en la principal herramienta promocional del negocio. Sin luz, no hay paraíso.
Todo encaja cuando la iluminación del restaurante permite hacer buenas fotos. Una mala foto casi nunca sube a las redes, cerrando una oportunidad en esa suerte de notario vital en que hemos convertido nuestro celular.
"Coméis con los ojos", nos recriminaba mi madre de chicos, cuando nos servíamos más de lo que finalmente comíamos. Incluso ella, sin pensarlo, hablaba de la importancia de la mirada en este juego, mucho más trascendente de lo que ella imaginaba, que se establece alrededor de la cocina.
Basta una pequeña lamparita, con luz alógena en la mesa. A no ser que desconfíen tanto de su cocina que necesiten esconderla.
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