¿Qué nos pasa con los interiores?
En la cocina se tejen afectos que derivan en pasiones y olvidos que devienen en despecho. Nos vuelve loco un ingrediente y condenamos al silencio a sus semejantes.
Mollejas enteras en el restaurante Don Julio, en Buenos Aires.
Ignacio Mediona
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La molleja es un buen ejemplo. Aparece en las parrillas, en los comedores medianos y en las cartas de la alta cocina.
No aparece en otros comedores por su escasez, que siempre deriva en precio: una víscera que se paga a precio de bife. Desata pasiones.
Disfruto las mollejas, aunque prefiero las de borrego a las de res. Son mucho más chicas, pero me resultan más sabrosas; tienen una mayor complejidad y una textura más completa y al mismo tiempo más delicada.
Nuestras cocinas aprendieron a comerla desde el primer día que supieron prender los fuegos, como aprendieron a comer todo lo que ofrecía cada animal.
Las mollejas no están solas en la res. Son una parte de lo que llamamos interiores -estómagos, intestinos, riñones, corazón, sesos, hígado- que curiosamente también incluye algunos exteriores, como las patas, el rabo, las orejas, el hocico o la ubre.
La lengua juega un lugar intermedio en esta clasificación -unas veces dentro y otras fuera-, pero es uno de los cortes que nos acompañó hasta que empezamos a comer mirando más allá de nuestras fronteras.
Sin olvidar la sangre, el lazo común entre todas ellas, base de las suculentas morcillas y el fascinante yaguarlocro, o los intestinos, imprescindibles para embutir salchichas, chorizos y morcillas.
Es una familia prolífica que alimentó durante siglos a nuestras cocinas y nos aseguró la supervivencia.
Son la base de unas cocinas y platos que muchos desprecian hoy por populares; la sopa de patas, la de lengua, la ubre apanada o a la parrilla, las tripas, el mondongo, el librillo con maní, y otros miles más.
La alta cocina clásica francesa los elevó a la categoría de manjar, dedicando capítulos inolvidables a los riñones (a la bordelesa), los sesos (a la meunière), la lengua (a la alsaciana), el hígado (a la florentina) y las tripas (à la moda de Caen).
Son parte del recetario de esas cocinas que siempre han fascinado a los comensales con pretensiones, aunque hayan decidido olvidar esa parte: la atención que le dan al bourguignon se la niegan al pastel de riñones.
También son parte de los recetarios populares de todas las regiones de Ecuador y puede que ahí esté el problema; tienen el estigma de los platos de la pobreza, de un pasado que muchos quieren olvidar desterrando la cocina que les acompañó entonces.
Repaso la lista e imagino a más de un lector haciendo gestos de desagrado que no emplea cuando se enfrenta, por ejemplo, a un paté, un foie-gras en cualquiera de sus formas o la monumental tête de boeuf, que aquí, ya saben, trasladamos al cerdo y llamamos queso de cabeza.
Mientras nuestros vecinos levantan la bandera del anticucho (corazón de res adobado) entre sus emblemas culinarios, los ecuatorianos tratamos con desdén una parte de nuestras raíces culinarias.
A menudo me preguntan cuándo estará la cocina ecuatoriana a la altura de la peruana: La respuesta siempre es la misma: cuando deje de avergonzarse de su cocina.
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