Las cuentas de la alta cocina quiteña no cuadran
La alta cocina nunca fue un gran negocio. Cuando los grandes restaurantes alcanzaban el éxito permitían vivir bien, por encima de la media, pero no te hacían rico.
Imagen referencial de un plato de alta cocina. Imagen de archivo.
EFE
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La diferencia entre el bienestar y la riqueza equivalen al choque entre la realidad y el sueño, un lastre para muchos empresarios del sector.
Sucede también hoy, cuando los empresarios de los restaurantes, mayoritariamente cocineros, quieren parecerse a sus clientes y aparentar una vida que no es suya.
La plata marca el ritmo de la alta cocina. Eso nunca cambia: hay que gastar para crear y ahorrar para comer.
Se invierte mucho en locales caros y bien posicionados, arquitectos, decoradores, equipamientos, cristalería, productos de prestigio, profesionales formados…
Los negocios de alta cocina son costosos -caro es cuando cuesta más de lo que vale; en Quito suele suceder-, aunque los márgenes de beneficio son pequeños.
Dar de comer bien no es un gran negocio. No es un terreno propicio para inversores, más bien para profesionales enamorados de su trabajo. El margen de beneficio está alrededor del 8% del precio de la factura. ¿Sorprendidos? Es real.
La alta cocina no es un sector recomendable a pequeña escala. Gastar USD 350.000 o más, como algunos hacen, en un nuevo restaurante es un dispendio a muy largo plazo. Complicado recuperarlo sirviendo 100 cubiertos diarios (si llenas y abres mediodía y noche).
Lo normal es que un inversor busque márgenes comerciales por encima del 20%. Lo primero que hace para conseguirlo es reducir el gasto en mercadería, a costa de la calidad, y en mano de obra, estimulando la precariedad.
Las inversiones en cocinas medias o propuestas fórmula no siempre son rentables. El éxito exige acertar con el concepto, la elección de los intérpretes y la forma de relacionarse con el mercado.
La alta cocina ecuatoriana tiene cosas a su favor. Una es el bajo coste de los locales. Los alquileres son los más bajos de la región. Lo que en Quito cuesta USD 1.500, en Lima estaría entre USD 10.000 y USD 15.000. Santiago y Bogotá son más caras.
Manejan alquileres bajos y apenas superan el sueldo base en la nómina de sus empleados, cuando no juegan con la ley para pagar menos (contratos de media jornada con jornada completa real).
La tendencia identitaria en sus cocinas -buen discurso e inconsecuente ejecución- permite trabajar con productos de bajo coste: tubérculos, zapallos, maíz, arroz, yuca, a veces cuy, raramente llama…
A cambio, el coste de la factura es muy alto, desproporcionadamente alto.
Pagamos mucho, pero las cuentas del restaurante pasan el día tropezando. Tanto, que nuestras cocinas de referencia acostumbran tener deudas con proveedores y empleados.
La lista de deudas se completa con sus propios empleados. Los hay que no cumplen con puntualidad; otros llenan sus cocinas de estudiantes en prácticas a los que prefieren no pagar.
El misterio es que algunos sigan abiertos.
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