Cuando el canibalismo es la única opción: una historia real de las guerras por la independencia
Luego del combate de Huachi, un grupo de soldados se extravió en la Cordillera. Empujados por el hambre extrema, se plantearon comer carne humana para sobrevivir.
Fotoilustración/Imagen generada con inteligencia artificial.
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El tabú que implica comer carne humana ha cobrado relevancia mediática (nuevamente) gracias a la reciente producción de Netflix La Sociedad de la Nieve, del director Juan Antonio Bayona. El filme recrea la experiencia del equipo uruguayo de rugby cuyo avión se accidentó en los Andes el 13 de octubre de 1972. Producto de la tragedia fallecieron 29 personas, y los sobrevivientes, atrapados en un nevado remoto y sin esperanza de recibir ayuda externa, debieron alimentarse con los cadáveres congelados de sus compañeros para no morir de inanición.
Es el caso más famoso, pero en la historia hay otros ejemplos de personas que, colocadas en situaciones al límite, tuvieron que recurrir al canibalismo de supervivencia. Exploradores españoles durante la Conquista, o desesperados náufragos en la inmensidad del Pacífico, se enfrentaron al tabú de comerse los cadáveres de sus compañeros de infortunio. Otro episodio real, ocurrido durante las guerras de la independencia ecuatoriana, nos muestra a un grupo de soldados extraviados en la cordillera. Empujados por el hambre extrema, estos hombres también se plantearon comer carne humana como única opción para sobrevivir. Sucedió después del combate de Huachi (Ambato), el 12 de septiembre de 1821.
Una historia real
El combate del Segundo Huachi culminó en derrota para las tropas patriotas del general venezolano Antonio José de Sucre. Murieron o cayeron prisioneros casi 800 de sus hombres, y los sobrevivientes (apenas 100) tuvieron que escapar en desorden para evitar caer en manos de sus enemigos.
De entre los sobrevivientes, un grupo de soldados optó por alejarse de las rutas principales y se internó en parajes remotos. Querían burlar a sus perseguidores, aunque terminaron por perderse en las montañas. Día tras día, viviendo horas desesperadas, a estos soldados de Sucre les faltó muy poco para llegar a experimentar los límites de la supervivencia humana: el canibalismo.
Este episodio verídico, muy poco conocido más allá del círculo de puntillosos estudiosos de la independencia, está recogido en las memorias del coronel Manuel Antonio López, ayudante del estado mayor general y participante de la campaña.
López escuchó la historia por boca de varios de sus protagonistas. El principal de ellos, un capitán de apellido Molina, contó que luego de la derrota se ocultó junto a veinte soldados en unos cerros ubicados a cinco kilómetros al sur del poblado de Mocha, tratando de evitar los caminos vigilados por los jinetes enemigos.
El plan de esta veintena de hombres consistía en escapar hacia las llanuras de la costa. Para lograrlo, debían tramontar la cordillera y luego descender a pie desde los 3.000 metros de altura hacia el suroeste. Para no perder el rumbo, se guiarían por alguno de los cursos de agua que nacen en las estribaciones de los Andes ecuatorianos y que bajan a través de los pisos climáticos. Luego de llegar a los primeros caseríos de la zona subtropical, seguirían la orilla de algún afluente, localizarían su parte navegable y terminarían el recorrido en canoa en dirección a Guayaquil.
Perdidos en la cordillera
Al caer la noche, los veintiún soldados subieron la montaña y acamparon sobre la meseta. A pesar de que tiritaban de frío, la nocturna soledad del páramo andino los llenaba de esperanza, pues estaban vivos y aparentemente habían logrado alejarse lo suficiente del peligro.
Al amanecer del día 13 de septiembre, el capitán Molina dio la voz de marcha. Todos ansiaban llegar rápido a la cumbre para observar desde allí las lejanas y dilatadas planicies costeras. El ascenso fue completado cerca de las 10 de la mañana, pero el deseo de aquellos hombres quedó frustrado: desde aquel helado balcón andino ubicado sobre las nubes sólo podía apreciarse un océano blanco e inabarcable de vapores que llegaban hasta el horizonte, siéndoles negada la visión de cualquier territorio ubicado más abajo de la cordillera.
El capitán Molina —líder resuelto y animoso— los impulsó a seguir adelante. Total, ya habían superado lo más difícil: las imágenes horrorosas del combate quedaron atrás, las posibilidades de ser apresados por el enemigo se reducían a cero y el ascenso a la cordillera era cosa superada. A partir de ahora, el principal objetivo era descender hacia la costa lo más rápido posible.
Ninguno, hasta ese momento, se había planteado la falta de raciones como un problema demasiado serio. La montaña proveería lo suyo.
Para la tarde del día 13, llevaban más de 24 horas sin probar un bocado. Bajaban por una cañada pronunciada y rocosa, y al caer la noche seguían sin alcanzar la parte baja de la cordillera. El hambre aguijoneaba ya algunos estómagos, pero el capitán Molina les infundía la confianza de que pronto encontrarían algún caserío entre la montaña o alguna pieza para cazar.
Al amanecer del día 14 de septiembre la situación había variado poco. El ánimo de los hombres empezó a decaer, y el descenso por aquellas pendientes desoladas y estériles costaba cada vez más trabajo. Por la tarde llegaron a la meseta inferior, lo que los animó un poco, aunque el hambre era algo que ya no se podía disimular. En aquella montaña solitaria no había rastro de vida humana, animales o frutas silvestres.
Mientras que el resto de sobrevivientes del combate de Huachi bajaban a la costa por la garganta del río Chimbo, o por la ruta de Guanujo-Guaranda-Sabaneta y Babahoyo, Molina y sus hombres estaban intentando —con muy mala suerte— abrirse camino por unos páramos del Chimborazo inhóspitos y desprovistos de cualquier auxilio para la supervivencia. Sin saber dónde estaban exactamente, el capitán Molina y sus hombres cayeron en cuenta que el tiempo empezaba a correr en contra.
Llegó el día 15 de septiembre y la desesperación ya era patente en aquellos soldados, náufragos terrestres que marchaban por una vastedad estéril. Del testimonio recogido por López se infiere que el agua no escaseó durante aquellos días, aunque la falta de alimento sí se volvió algo insoportable. Exhaustos, hambrientos, con los pies, las manos, los uniformes y la moral destrozados, no importaba cuanto caminaran o se arrastraran: salir de aquella maldita montaña se estaba convirtiendo en algo imposible.
Aproximadamente a las seis de la tarde encontraron la orilla de una quebrada. Al fondo, entre las rocas, corría un riachuelo de aguas heladas. Al fin algo a lo que aferrarse. ¿No habían planeado seguir un curso de agua hasta llegar a un área poblada? ¿No era aquella la señal de su salvación definitiva?
Lo cierto es que de nada les servía aquel hallazgo sino contaban con las fuerzas físicas necesarias para continuar. El hambre mordía dolorosamente.
La combinación extrema de privaciones, fatiga, falta de sueño, frustración e irritabilidad (potenciadas por el hambre de varios días), pudieron ser las responsables de la terrible resolución que aquellos soldados tomaron al caer la noche: si hasta el mediodía siguiente no conseguían provisiones, echarían suertes entre ellos, y quien resultara elegido sería sacrificado para servir de alimento a sus camaradas.
El punto de no retorno
En el caso de los soldados de Sucre extraviados en la cordillera, se trataba no solo de superar el tabú que implica comer carne humana: primero era forzoso asesinar a un compañero para devorarlo después. Una terrible sentencia para el condenado; una experiencia doblemente traumática para los perpetradores; un umbral del cual, una vez cruzado, era imposible volver.
Si hurgamos un poco más en los tortuosos anales de la supervivencia humana, podemos hallar otros episodios que reflejan con más similitud las condiciones que llevaron al capitán Molina y a sus hombres a tomar la grave decisión de aquella oscura noche de septiembre de 1821.
El primero de esos casos corresponde a los inicios de la saga española en América. En 1528, una expedición de 600 hombres al mando del adelantado Pánfilo de Narváez, salió a la conquista de los actuales territorios de la Florida (EE.UU.).
Una serie de desastres provocó la pérdida de las naves frente a la costa. A duras penas, la expedición conquistadora tocó tierra firme, pero debió luchar por su supervivencia en parajes de naturaleza tremendamente hostil. De entre todas las historias de esta desgraciada aventura, destaca la de cinco españoles que se alejaron demasiado del grueso de la expedición y terminaron atrapados en un área inaccesible del litoral salvaje.
Al pasar de los días, y faltando poco para que murieran de inanición, los cinco cristianos acordaron sortear la vida de uno para salvar la de los otros cuatro. Así se hizo: la víctima elegida fue acuchillada con la piedad que permitía el caso, para luego ser consumida en trozos por sus compañeros.
Pronto aquel alimento empezó a escasear también, por lo que los hambrientos expedicionarios se vieron obligados a repetir el macabro trámite. Tras el segundo sorteo, otro hombre fue sacrificado... Luego sucedió otra vez… y al final una vez más. El último español de aquel malogrado grupo fue encontrado tiempo después, trastornado por la locura (1).
Naúfragos y caníbales
El caso del ballenero Essex es otro episodio real y documentado (2) que nos muestra a un grupo de hombres atrapados en una situación del tipo "callejón sin salida", donde el consenso para sortear una víctima de entre los sobrevivientes era el paso previo para matarla y comer de su carne.
En noviembre de 1820, el ballenero Essex naufragó al ser embestido por una ballena más grande de lo normal. Al principio, veintiún marineros sobrevivieron, pero luego de una larga trama de sufrimientos y horrores sin nombre solo quedaron con vida cuatro de ellos.
A la deriva en un pequeño bote en una zona alejada del Pacífico, sin fuerzas, sin alimentos y sin esperanzas de recibir auxilio, los marineros del Essex llegaron al mismo razonamiento desesperado de los expedicionarios españoles o los soldados de Sucre: alguien debía morir para ser comido por los demás.
Al echar suertes, el joven sobrino del capitán del ballenero (quien también ocupaba aquel bote) salió elegido. Un disparo acabó con su vida, alargando la existencia de su pariente y sus compañeros por unos cuantos días más.
De aquel bote, al final solo dos hombres salieron con vida. A tres meses del hundimiento, un total de ocho náufragos dispersos por las mismas latitudes fueron rescatados. La tragedia del Essex sirvió de inspiración a Herman Melville para su novela clásica Moby Dick.
La suerte de los soldados de Sucre
No sabemos si los soldados de Sucre conocían la historia de los conquistadores españoles perdidos tres siglos atrás en las costas de Florida, o la tragedia de los náufragos del Essex ocurrida apenas el año anterior en medio del Pacífico, pero lo cierto es que la terrible decisión tomada en el páramo desierto fue aceptada por todos. Inexorablemente, las horas avanzaban de manera letal hacia el plazo que se habían impuesto.
Llegó el amanecer del día 16 de septiembre de 1821, y tras cuatro días de ayuno forzoso, los 20 hombres al mando del capitán Molina reanudaron su marcha —arrastrándose más que caminando— por la tundra de la montaña. El curso de la quebrada los condujo a una llanura aluvial encajada entre elevaciones.
Llegó el mediodía: la hora pactada. No habían encontrado nada mínimamente comestible, por lo que aquella vega desierta sería el escenario de la muerte de uno de ellos. Al realizarse el sorteo, el destino quiso que saliera elegido el propio capitán Molina.
El coronel Manuel Antonio López describe lo que sucedió a continuación: "[Molina] se prestó gustoso a morir con tal de que se salvaran sus compañeros, más quiso la suerte que el simpático y valeroso Molina fuese el más querido de esa hambrienta partida, y en fuerza de esto, sintiéndolo todos y callándolo al mismo tiempo, difirieron su muerte para más tarde".
Estos hombres, acostumbrados a la muerte al ser veteranos de varios combates, fueron incapaces de acabar con la vida de su carismático líder. Pero no apartaron la terrible condena que pesaba sobre su cabeza: por lo pronto harían un último y supremo esfuerzo y seguirían avanzando. Ya verían que se hacía más adelante…
Retomaron el rumbo de la quebrada hasta que les cayó la noche, sin lograr salir de la montaña. Si para ese momento alguno de ellos pensó en exigir el cumplimiento de la sentencia, se iba a encontrar con que nadie tenía la fuerza suficiente para ejecutarla: todos sentían desfallecer. Se tumbaron a esperar la muerte.
Pero la mañana llegó y aún seguían con vida. El sentenciado Molina sacó su último aliento y los arengó. Aún desconocía dónde se encontraban, pero mantenía su fe de que más adelante, por la quebrada, alcanzarían su salvación.
Más muertos que vivos, los hombres lo siguieron. A la una de la tarde del 17 de septiembre, casi al borde de la locura, creyeron escuchar un gallo. Se arrodillaron, lloraron y agradecieron al cielo. Más adelante, entre el monte, divisaron un rancho. Después de cinco días de extenuante marcha sin probar bocado, aquellos veintiún soldados sobrevivientes del desastre de Huachi, harapientos, sucios y hambrientos, se lanzaron a devorar todo lo que hallaron en la despensa de una familia de aldeanos atónitos.
Tras una noche de largo reposo y con sus estómagos llenos, Molina y sus hombres fueron llevados al pueblo de Yaguachi.
El coronel Manuel Antonio López tomó la traumática experiencia de estos soldados y la transformó en propaganda del ideal del militar bolivariano. Así fue como, gracias a su pluma, el capitán Molina se convirtió en un oficial sobrehumano, dispuesto a sacrificar su propia vida con el único fin de que sus hombres volvieran marchando a la gesta emancipadora: "El mismo capitán Molina —escribió López— los animaba a que le quitasen la vida y se alimentaran con su carne, toda vez que con su muerte se salvaban veinte hombres que podían ser más útiles que él a la causa de la libertad". Al final de su relato, el coronel López expresó con orgullo patriótico las siguientes palabras: "Con esta clase de hombres se consiguió la independencia" (3).
* Gabriel Fandiño es miembro de la Academia Nacional de Historia del Ecuador
Notas
1.- Los cinco de este grupo de españoles se llamaban Diego López, Gonzalo Ruiz, Sierra, Coral y Palacios. Sus nombres están recogidos en el libro Naufragios y comentarios, de Álvar Núñez Cabeza de Vaca, sobreviviente final (junto a otros tres hombres) de un total de medio millar de expedicionarios. Cabeza de Vaca mendigó durante una década entre las tribus indígenas ubicadas a lo largo del sudeste y noroeste estadounidense, buscando un camino que lo llevara de regreso a Nueva España.
2.- Owen Chase, sobreviviente del mismo naufragio, estaba en otro de los botes cuyos ocupantes se vieron obligados a recurrir a medidas similares para sobrevivir. Chase escribió un relato titulado "Narración del más extraordinario y desastroso naufragio del ballenero Essex". Hasta el final de su vida Chase sufrió pesadillas y dolores de cabeza crónicos. El grumete del Essex, Thomas Nickerson, escribió otra narración titulada “La pérdida del barco Essex, hundido por una ballena y la trágica experiencia de la tripulación sobre botes balleneros”.
3.- Recuerdos históricos del coronel Manuel Antonio López (1878), en el capítulo titulado "Una marcha sin raciones". El protagonista de esta historia, el capitán Molina, también acompañó a Sucre al Perú, según se aprecia en las comunicaciones de O'Leary y Sucre durante aquella campaña.
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