"No se lo recomendaría a nadie", dice ecuatoriano que viajó con coyotes
Coyotes ecuatorianos, mexicanos y estadounidenses, transferencias bancarias, palabras clave, GPS, casas de seguridad, trajes de camuflaje, busetas, camionetas y poca agua, estos son algunos de los ingredientes de la migración irregular a Estados Unidos.
Un grupo de migrantes irregulares detenido en Yuma, Arizona, el 4 de junio 2019.
U.S. Customs and Border Protection
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Las rutas de la migración irregular hacia Estados Unidos cambian de acuerdo a la coyuntura. Y, aunque la frontera se siga cruzando a pie como hace décadas, hay elementos nuevos que forman parte del negocio del coyoterismo, como la tecnología.
Ahora los pagos se hacen vía transferencias bancarias, en Estados Unidos. Es decir, cada migrante debe contar con alguien en ese país que pueda ir desembolsando los fondos, tras cada etapa del viaje superada.
Los pagos tampoco se hacen de 'buena fe'. A lo largo del viaje, los coyotes envían pruebas de vida a los familiares por WhatsApp, así como notificaciones de llegada y salida. Estas pruebas son breves videos, de dos o tres segundos, en los que el migrante se identifica en cada punto y solo entonces se transfiere el dinero.
Ahora, la dinámica también incluye varios intentos para cruzar hacia Estados Unidos, porque muchos de los migrantes son atrapados por la Patrulla Fronteriza y devueltos a México inmediatamente. En muchas ocasiones, los ecuatorianos detenidos se rehúsan a regresar, por lo que hacen un nuevo pago por el tramo que deben repetir y lo intentan otra vez.
Este es el caso de 'Arturo' (nombre ficticio para proteger su identidad), quien hizo el periplo hace casi un año. Ahora es parte de las estadísticas que maneja la Cancillería sobre el 'efecto llamada'. Es decir, migrantes jóvenes que tienen familia en Estados Unidos y buscan la reunificación.
Por este riesgoso proceso pasan no solo jóvenes adultos como Arturo (31), sino también niños y adolescentes, solos o acompañados, quienes son llevados por los coyotes hasta la frontera, para que sus padres los reclamen en territorio estadounidense.
Arturo es hijo de migrantes de Cañar, de La Troncal. Su madre y su padre dejaron el país a mediados de la década de los 90, igual que la mayor parte de su familia. Él se crio desde los seis años con su abuela y dos de sus hermanos. Por lo tanto, llevaba unos 25 años sin ver a sus padres.
Cuando llegó la pandemia y la crisis económica recrudeció en el país, él empezó a analizar la idea de seguir los pasos de su familia y volverlos a ver. Previamente había aplicado a una visa de turista, para poder visitarlos, pero le fue negada.
Arturo estudió gastronomía en una universidad privada de Quito y trabajaba en el sur de la capital. Pero sus condiciones de trabajo empeoraron: no le pagaban horas extras y casi no tenía días libres. Entonces, no vio un futuro posible en Ecuador, "trabajo tanto y para nada".
Así que habló con su padre y este le dijo que se ocuparía de hacer los contactos y de conseguir el dinero. El 6 de noviembre de 2020, voló por primera vez a Cancún, pero le negaron la entrada. Era la época en la que todavía existía la exención del visado para ecuatorianos. Fue devuelto al país.
Arturo necesitaba un coyote ecuatoriano que arregle "la bajada" en México. Es decir, que pague al agente de migración mexicana para que lo deje entrar. Y 11 días después, con todos los contactos listos y un primer desembolso de USD 2.500, volvió a salir del país hacia Ciudad de México.
Y así fue, al aterrizar en el Distrito Federal lo dejaron pasar y tomó un vuelo de conexión rumbo a Hermosillo, en el Estado de Sonora, que limita con el de Arizona, en Estados Unidos. Lo que no sabía era que lo iban a detener ahí. El agente mexicano le dijo que "todos los paisanos pagan una cuota de entrada y me quitó USD 200".
Bajo indicaciones del coyote mexicano salió del aeropuerto y se dirigió a la estación de autobuses para tomar uno que lo lleve hasta Nogales. Así inició su recorrido por tierra de alrededor de 4.400 kilómetros.
En Nogales pagó otros USD 2.000 para entrar en la lista de aspirantes a cruzar la frontera. Lo hospedaron en un pequeño hotel, sin salir, y junto a otros migrantes que hacían la misma ruta. Una semana después, el coyote los contactó para llevarlos a una primera casa de seguridad, más cerca de la frontera. Allí les quitaron sus teléfonos celulares.
Desde ese momento, los coyotes se encargaron de la comunicación con su padre y empezaron las pruebas de vida por WhatsApp. En esa casa a duras penas tenían cobijas sucias para taparse y los ocho migrantes del grupo dormían en el suelo. Las raciones de comida eran básicamente tortillas y, a veces, huevos.
Arturo calcula que estuvo ahí unos cuatro días, hasta que al grupo le asignaron su palabra clave: sierra. Y llegó el momento de salir. Los subieron en una camioneta, los escondieron en el baúl y los taparon, para que no vean la ruta hacia la siguiente casa de seguridad.
Ahí los dividieron en grupos más pequeños: al cruzar el desierto, si hay demasiadas personas levantarían suficiente arena para delatar su posición. También les dieron un teléfono celular básico, no inteligente.
Así salió por primera vez hacia el muro que divide a Estados Unidos y México en esa parte de la frontera. Durante el día, y con la ayuda de una escalera hecha de sogas, saltó al otro lado de la pared. Todo bajo la vigilancia de un equipo de coyoteros que monitoreaba la zona desde una montaña, para avisarles si se acercaba una patrulla fronteriza.
Una vez en territorio estadounidense, desde ese mismo puesto de vigilancia los coyotes les llamaban a los celulares que les entregaron y les daban indicaciones: "agáchate, rueda, corre, quédate ahí". "Pasé así tres montañas, gateando... y crucé tres veces frente a los carros de migración y no me vieron".
Siguieron así durante una hora, hasta llegar al punto de "levantón" o recogida. Tuvieron que esperar una hora más a que llegara la camioneta que los llevó escondidos hasta una casa de seguridad, donde grabaron una prueba de vida y el padre de Arturo desembolsó otros USD 2.000.
En esa primera ruta debían pasar un puesto de control en Tucson. Pero el auto con vidrios oscuros, que llevaba a 10 migrantes irregulares, fue detenido. Los agentes estadounidenses soltaron al coyote norteamericano que conducía el vehículo, tomaron los datos de los migrantes y los subieron a una patrulla que los llevó de regreso a México.
La patrulla los dejó cerca de Agua Prieta, a 228 kilómetros por carretera de Nogales. Arturo se negó a emprender el retorno a Ecuador y decidió regresar a Nogales a buscar otra vez a su coyote, para avisarle que había sido devuelto.
El problema es que "por ahí es todo mafia", dice refiriéndose a los carteles del narcotráfico. Y, efectivamente, cuando su grupo se disponía a buscar un autobús los abordó un hombre que les preguntó quiénes eran.
El coyote había contactado con los grupos armados de la zona para avisarles que tenía un grupo de migrantes en Agua Prieta. Por lo que al decir la palabra clave "sierra" los mismos miembros del cartel los llevaron a un motel cerca, sin cobrarles nada. "Y estando con ellos uno no puede echarse para atrás".
Al día siguiente los mismos sujetos los llevaron al autobús y les advirtieron que siempre digan la palabra clave y nada les pasaría. En cada parada del trayecto de unas cuatro horas, el grupo decía "sierra" al ser interrogado. Caso contrario podían detenerlos o exigirles dinero.
De vuelta en Nogales, Arturo solo pudo descansar una noche. Tras pagar otros USD 2.000 salió en su segundo intento de cruzar la frontera. Pero los coyotes los llevaron por otra ruta, a una parte "donde tenían cortado un pedazo de muro, una puertita para pasar agachados".
Los llevaron hasta una autopista y, en una camioneta, nuevamente a una casa de seguridad. De ahí los sacaron en la noche, en otra camioneta. Más adelante, esperaron una hora en la autopista, hasta que el conductor estadounidense se asegurara de que no había controles migratorios adelante.
El siguiente punto fue un rancho. Ahí los coyotes les dieron una mochila con ocho botellas de agua, una media bolsa de 'supan' y un poco de jamón. Esa era toda la ración de líquido y alimento para que un grupo de tres migrantes camine por el desierto hasta su siguiente punto de "levantón".
También les dieron un teléfono inteligente para el grupo y trajes de camuflaje. El celular servía para que se comuniquen vía WhatsApp con su coyote y se envíen capturas de pantalla de las ubicaciones cada hora, para que pueda guiarlos a través del desierto.
Equipados así, salieron a las 18:00. Tras varias horas de caminar se toparon con otro rancho y los perros del lugar empezaron a ladrar. El grupo de Arturo corrió para alejarse de la zona y se escondieron entre unos árboles cuando vieron que los helicópteros de la patrulla fronteriza sobrevolaban el lugar.
Después de media hora reemprendieron su viaje. Y, aunque más adelante el coyotero les dijo que paren y descansen, decidieron continuar porque las raciones se habían terminado. No tenían agua y querían evitar caminar bajo el sol.
Todos estuvieron de acuerdo con Arturo y siguieron, con la pesadumbre de encontrar los cadáveres de los migrantes que no pudieron continuar o algunos que se acostaron a descansar y protegerse del frío y "muchos no se levantan".
Vimos bastantes cuerpos, cruces, ropa de niños, juguetes.
Arturo, migrante ecuatoriano
Esta es la parte más dura del viaje, el desierto es la evidencia de todos quienes transitaron previamente por ahí. Y los migrantes que a diario recorren sus montañas son testigos de las pertenencias y familiares que se fueron quedando en el camino.
Con la guía digital de su lazarillo llegaron a las 09:00 del día siguiente al punto señalado. Pero las patrullas fronterizas estaban en la zona. Por eso, los coyotes les ordenaron esperar para cruzar la carretera y, al hacerlo, ir borrando sus huellas con las ramas de un árbol.
Escondidos al otro lado de la carretera, "el pasador" les dijo que esperen a que llegue su transporte. Después de cuatro horas más los recogió el mismo auto que los había llevado hasta el primer rancho dos noches antes.
Así evitaron el retén donde los detuvieron la última vez, estaban en Tucson nuevamente. "Ahí él nos llevó a su casa y nos metió en el garage, fue a comprar comida, nos hizo descansar. Del lado americano nos trataron bien, para qué".
Unas cuatro horas después salieron en un jeep rumbo a Phoenix, vestidos de obreros. Y una vez en el siguiente punto los cambiaron a "un auto más elegante" para llevarlos a otra casa de seguridad. Tras una nueva prueba de vida a su familia, su padre hizo otro pago de USD 5.000, porque pasaron "todos los controles" y estaban adentro.
Una vez comprobada la transferencia, organizaron los nuevos grupos según la ruta de destino. El pago a las redes de coyoterismo incluye que los lleven hasta el punto más cercano a su destino final.
En esta última casa había unas 90 personas, calcula Arturo. Y los coyotes estadounidenses conversaban sobre otras casas cerca, con más gente. Ahí les dieron ropa limpia y organizaron las busetas hacia cada sector. Él salió después de tres días, con otros ocho migrantes, rumbo a la costa este.
"Dos se quedaron en Chicago y los demás nos quedamos en Trenton (Nueva Jersey)". Este último trayecto fue de cuatro días en la carretera. La mujer norteamericana, de 22 años, que los llevaba solo se detenía unas dos o tres horas al día para dormir.
El punto final del viaje fue el parqueadero de un supermercado. Ahí, Arturo vio por primera vez a su padre después de 25 años. Y solo cuando él hubo desembolsado otros USD 700 fue libre. "Si mi papá no daba el dinero, no me dejaban bajar del carro".
Durante todas las etapas de su recorrido escuchó historias sobre quienes no alcanzaban a completar los pagos y, en el mejor de los casos, los retenían hasta que lo hagan. Pero cada día de retraso implica un interés. Sin embargo, Arturo recuerda que le contaron historias en las que los entregaban a las autoridades para que los deporten o los mataban.
Tras el reencuentro, él y su padre viajaron a casa, su nueva casa, en el Estado de Nueva York. El recorrido de Arturo terminó el 12 de diciembre de 2020, 26 días después de haber salido de Quito.
Una semana después, el joven migrante ecuatoriano perdió todas las uñas de sus pies. Una de las secuelas que le dejó el escalar montañas en la noche, ya que para asegurarse de no dar pasos en falso les enseñaron a patear las piedras con fuerza antes de pisarlas. Otras tantas marcas en su cuerpo le dejaron las espinas de los cactus.
Los recuerdos de su travesía migratoria son varios, pero el desierto de Arizona y el encuentro con gente de los carteles mexicanos son los más fuertes. Aunque ahora está feliz y trabaja en el negocio familiar mientras estudia inglés, se niega a dar consejos y contactos a sus amigos que quieren seguir su ejemplo.
Yo no volvería a intentarlo, ni se lo recomiendo a nadie, es muy duro.
Arturo, migrante ecuatoriano
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