Una visita a Cocosolo, en la costa manaba
Cocosolo, creado por Sebastián Rebelli y Valentina Álvarez en la vía que une Pedernales y Cojimíes.
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Cocosolo es uno de esos rincones de la costa manabita que siempre gusta encontrar. Un hotel boutique abierto unos kilómetros al norte de Pedernales, en medio de una playa en la que todavía se disfruta la intimidad y un restaurante construido alrededor de esa joya de la cocina ecuatoriana que es el horno de leña manabita.
También le dicen fogón manabita y lo descubrí hace unos años, mientras rodaba en la Comuna de Agua Blanca, por Puerto López. Pude entrometerme en la casa de una familia local y allí estaba, en toda su sencillez y con todo su esplendor.
Una estructura de madera sujetaba un bloque de barro, con dos huecos practicados en su interior que alojaban los restos de las brasas en las que se había cocinado la comida familiar: cinco preparaciones diferentes al calor del mismo rescoldo.
Vuelvo a dar con él en Cocosolo, el espacio creado por Sebastián Rebelli y Valentina Álvarez en la pista que lleva de Pedernales a Cojimíes. Me quedaría una semana entera.
El fogón manabita de Cocosolo es otra historia, por el tamaño y los usos que se le dan. Debe tener unos 10 metros cuadrados y cuenta con cuatro huecos o espacios para cocinar.
Uno de ellos, rectangular, hace la diferencia con los otros fogones que he ido viendo, habitualmente circulares.
En ese horno de leña se hace de todo: panes bollos, guisos, envueltos, cocciones a baja temperatura, ahumados, asados y qué sé cuantas cosas más.
Me llegan unas costillas de chancho que han cocinado 12 horas a fuego lento, con la cazuela sellada, instalada sobre las brasas, y el hueco cerrado herméticamente.
Cocción a baja temperatura sin Ronner, bolsas selladas al vacío ni electricidad. Empleando una tecnología milenaria que debió ser rompedora en su momento: lo tradicional también fue un día transgresor, novedoso y revolucionario.
El resultado es suave, casi cremoso, suculento. Primero las curaron en sal y luego las marinaron con achiote, oreganón y otras especias más.
Las sirven encocadas y el resultado es adictivo. Si no fuera por lo que he comido antes y los patacones que esperan al costado del plato, pediría dos más.
Hay un detalle que me llama especialmente la atención: la carta hace honor al nombre del establecimiento y hay coco por todos lados, pero por primera vez en mi vida me siento a gusto con la presencia de un fruto que habitualmente me incomoda.
Lo encuentro -leche de coco y dos finísimas láminas de pulpa- en un ceviche preparado con pequeños camarones, que se capturan al caer la tarde en el cercano estuario a cuyo final se asoma Cojimíes.
También en un buen bollo de conchas -la sangre de las conchas, verde, maní, achiote, leche de coco (claro)- felizmente rescatado del día de difuntos para servirlo en una mesa de verano. El remate con pico de gallo de conchas ahumadas y verdolaga playera le hace justicia.
Y claro, el flan de coco, rematando un estimulante paseo por la cocina manabita. No se lo pierdan.
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