¡Pero qué vinos tan caros!
Imagen referencial de un salonero sirviendo una copa de vino en un restaurante.
EFE
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Mi última comida en Quito fue en Quitu, el restaurante de Juan Sebastián Pérez. Me suele gustar su cocina en la misma media que me abstraigo de sus relatos (y los de tantos cocineros que convierten al cliente en un sucedáneo de psicoanalista; tan necesitados de obligarle a entender y aceptar la grandeza de su trabajo para sentirse realizados).
Me abstraigo tanto del discurso que no recuerdo el precio del menú, aunque sé que lo detalla. Qué fácil sería mostrárselo escrito al cliente para que la suya sea una elección no forzada.
Recuerdo, en cambio, que pedí la carta de vinos y como respuesta obtuve una mesa auxiliar junto a mi silla, con ocho o diez botellas dispuestas sobre ella. Las miro extrañado, me hace un gesto, pidiéndome que elija y pregunto ¿y los precios?
No hay precios para los vinos. Puestos a elegir uno, el cliente deberá preguntar por cada uno -a menudo delante de invitados- o jugar a una incómoda versión de la ruleta rusa. Las leyes de la hostelería garantizan que el disparo siempre te pegará en el centro de la billetera.
No fue una elección afortunada. El vino no estaba mal, tampoco inolvidable, pero en lugar de pagar la cuenta de tres, pagué la de cuatro y medio; la botella debía estar esperando descendencia.
No es la primera vez que me ocurre. Me impresionó la práctica, por ejemplo, cuando la viví las primeras veces que fui al Zero Lab de Carlos Gallardo.
Les gusta impresionar al cliente y con el vino se pusieron a lo grande. Me sentaron en un comedor con las paredes recubiertas de botellas, en un escenario dibujado para deslumbrar al nuevo rico local.
La carta de vinos, me explicaron, estaba en ese muro. Podía elegir libremente. Hasta que llegara la cuenta no sabría la magnitud de mi decisión.
Cualquier profesional del sector sabe -o debería- cuánto sufre el vino cuando se deja a temperatura ambiente y sometido a la luz solar. Cuanto más tiempo lleve allí, más se complica su estado.
También lo hacía Nuum, en Cumbayá. Por suerte rectificó y ahora ofrece una carta, aunque no ha sacado los vinos de la pared junto a la terraza. La luz solar es un peligroso compañero de viaje.
Los precios de los vinos, como los de los platos o los cócteles, siempre deben estar a la vista del cliente.
Me preocupa el estado de los vinos que sirven los restaurantes. Sobre todo por el desorbitado precio que cobran por ellos, a menudo cinco, seis o siete veces lo que cuestan en origen.
Viendo la carta de vinos de un restaurante ecuatoriano, pienso si equivoqué el último vuelo y me instalé en un hotel de quince estrellas de Dubai.
Nuestros restaurantes siguen haciendo las cuentas como acostumbraban hace cuarenta años, multiplicando por tres el coste de cada botella. A veces por más.
Nunca entendieron que el vino es un arma para atraer clientes al restaurante. Últimamente, llevo mis propias botellas y algunos me cobran por el descorche más de lo que en Europa cuesta una buena botella de vino. Siguen sin entender nada.
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