Marcando el Camino, el restaurante que más frecuento en Quito
Pulpo al grill con chochos y cebollas rostizadas, en Marcando el Camino.
Ignacio Medina.
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Cada día me gusta más la normalidad en la cocina. Podría traducirlo por cercanía, calor, cocina lenta, guiso pausado, pero sobre todo por sentido común.
Cada vez disfruto más el sentido común de algunos cocineros, aunque la paradoja quiere que en las cocinas de nuestro tiempo sea el menos común de los sentidos.
Todo eso lo encuentro en el restaurante que más visito en Quito. Se llama Marcando el Camino y es un éxito debido a la personalidad, el conocimiento, el trabajo y la perspectiva culinaria de Santiago Cueva.
Es un cocinero poco habitual en los saraos gastronómicos, pero que debería ser escuchado.
Conozco a Santiago desde hace tiempo. Lo vi recorrer el mundo dos o tres veces al año, formarse con los mejores chefs pasteleros, conocer cocinas y restaurantes, aprender a comer.
Y, cuando pensaba que tenía delante a uno de los chefs chocolateros llamados a ser alguien en el mundillo del cacao, me contó que lo dejaba para montar su propio restaurante.
No era un local grande, como se lleva ahora.
Él ya conocía el negocio y, sobre todo, una de las máximas que lo rigen: cuanto más grande, mayores son los gastos generales, más crece el gasto en plantilla y más difícil es rentabilizar y gobernar la inversión.
El bulo que asegura mejores ingresos y más beneficios al restaurante más grande resulto ser más falso que un billete de USD 13. Lo normal es que sean negocios ingobernables, desde la perspectiva de la cocina que cuenta.
Marcando el Camino nació chico y angosto en un edificio de la calle José Tamayo, por La Mariscal, y poco a poco incorporó la terraza y el patio del fondo, con una mesa alta para doce y un horno de pizzas al costado.
Una vitrina junto a la caja con las creaciones pasteleras, los chocolates y los bombones del momento cierran el círculo.
El lleno es absoluto a mediodía y conviene reservar para asegurar la mesa, o relajarte y esperar a que se abra un hueco. La culpa es de un menú de día que justifica la visita.
Para mi última vez, en miércoles, consistía en berenjenas a la parmesana, pollo al horno (con vainitas con champiñones, puré o ensalada griega) y brazo gitano de café. Precio final: USD 9, y USD 10 para envío a domicilio.
La carta tiene propuestas que me parecen más estimulantes y de precio contenido. Solo cinco platos pasan de USD 12. Funcionan los langostinos en tempura con salsa de naranjilla y brilla el costillar de cabrito a la cerveza.
Los platos de carne, y alguno de pescado, han tomado una solidez extraordinaria. Las carrilleras guisadas, la canilla o el rabo de res, también guisados, son brillantes.
Funciona la ensalada de burrata con higos, y la pesca del día con escalivada (verduras asadas y aliñadas).
El detalle que completa todo es el pan que sirven con un ajicito, en lugar de otros hidratos de carbono más habituales (papas, choclo, yuca, arroz). Se come rico y diferente.
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