¿Dónde están las sopas?
Platos de encebollado en el Mundial del Encebollado 2017, en Esmeraldas.
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Este no es un titular al uso; más bien el reflejo de una obsesión. Repito la pregunta cien veces al día en cada viaje a Quito: ¿Dónde están las sopas? ¿Podré comer hoy una sopa?
Tengo el yaguarlocro a mano, claro, en los agachaditos de La Vicentina, o en algún puesto de mercado, o el viche, o el encocado (extraño que haya reforzado su popularidad asociado a un producto tan mediano y tan cuestionable como el camarón).
No me refiero a eso. Ni tan siquiera a los rarísimos locros que todavía se sirven, versionados o no, en las cocinas medias de Quito. Demasiado cotidiano para los restaurantes de aparentar, tan preocupados por sentirse creativos e importantes.
Cuando hablamos de sopas, hablamos de mucho más que un plato hondo, una cuchara sopera, y una buena porción de caldo. Es más que eso; son la esencia de la cocina de siempre. El hilo que hilvana la identidad de las cocinas de Ecuador.
Tienen más presencia en la Sierra, pero se extienden a todas nuestras cocinas.
Hablamos del ingenio y la sabiduría de las cocinas populares. De su habilidad para transformar los productos más humildes y cotidianos en un manjar.
De su capacidad para alimentar las tradiciones culinarias, que acabarán de forjarse en las cocinas burguesas y las haciendas.
Repaso el libro 'Sopas, La identidad de Ecuador' (buen título) de Edgar León, mi compañero en Rescatando Sabores, y encuentro 50 recetas diferentes. Desde los locros (de papa, de habas, de chochos, de acelgas…) al repe o el caldo de patas.
Edgar pasa por las concheras, la pangora, las cremas -y no podía faltar la versión reinada, afrancesada, de las preparaciones populares; a Edgar le enloquece Francia-, los sancochos, las sopas de arroz, la fanesca, un puchero con peras que me recuerda a la timpuska arequipeña... y se queda muy corto.
He comido sopas en Ecuador que me han cambiado el cuerpo y me obligaron a pensar. Casi siempre en casas particulares. Entre las que más recuerdo, el uchu jaku api que cocinó Estelina Quinatoa en su hogar de Peguche, o la sopa de uñas, que preparó mi añorado Santiago Jarrín en la primera temporada de Secretos de Familia.
También recuerdo un motepata y unas lentejas con mote de res en Cuenca, unas cuantas fanescas y muchos yagualocros. Y, sin embargo no son nada comparados con la legión de sopas que contienen nuestros recetarios. ¿Dónde están las sopas?
He probado sopas de lengua, de pata, de cabeza y de gallina, además de locros de cualquier tipo y condición, en los que los zapallos, las habas, el chocho, el cuero o las pepas de sambo entran y salen a voluntad del cocinero.
Y hay más, muchas más, tantas como han sido capaces de crear nuestras cocineras populares. Pero no están en las cocinas que deberían contar (la realidad no siempre es como la queremos, o la cuentan).
¿No decían que su trabajo defiende y pone en valor nuestras raíces? ¿O es que su origen es demasiado humilde?
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