El kilómetro cero: la cocina es un ejercicio de memoria
Un niño revestido de mayoral lleva en su caballo comida, frutas y bebidas el 24 de diciembre de 2019.
Xavier Caivinagua
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La cocina es ante todo un ejercicio de memoria. Empezando por la del comensal, que celebra sabores de su infancia a veces sin recordar como eran. Coincido en el relato: no comemos con la boca, o con los ojos, como nos reprochaban las madres del siglo XX, sino con la memoria.
La emoción más intensa que proporciona la cocina está en el reencuentro con los sabores que creías perdidos. El locro de tu abuela, la sopa que te preparaba tu madre de chico, el puré de papa de la casa, el gusto de un corviche…
En muchos casos, no sabrías describirlos, pero están ahí, guardados en un rincón de la memoria. Nunca se van. Y cuando lo recuperas todo parece brillar de una forma muy especial… el recuerdo te inunda, se te eriza el vello de los brazos y, por un momento, se quiebra la voz. Vuelves a ser niño, o adolescente; la comida te devuelve el pasado.
La memoria es un arma poderosa que avanza en direcciones encontradas. Unas veces es un ejercicio de búsqueda, o el resultado de una recuperación inesperada. Muchas veces, sobre todo cuando hablamos de lo nuestro, preferimos perderla.
Escuchaba hace poco a un amigo cocinero hablar con admiración del kilómetro cero, un concepto concebido por la cocina danesa hace quince o veinte años, para referirse a la cocina de cercanía: trabajas con lo que llega de tu entorno inmediato.
Para muchas cocinas, como la danesa, alrededor de la cual tomó forma el kilómetro cero, tenía aire de desafío supremo: en la despensa de los restaurantes que lo aplicaban no entraba ningún producto cultivado, criado, cazado o pescado a más de cien kilómetros del negocio.
El reto descartaba ingredientes que parecen indispensables para las cocinas actuales: chocolate, aceites como el de oliva, café… Venía a ser una apuesta por la despensa local, el productor de cercanía y la puesta en valor de las raíces culinarias.
Escuchaba hablar del kilómetro cero a un chef ecuatoriano, que lo trasladaba a las cocinas francesas, en las que se formó, conoce y practica desde hace mucho tiempo. Me hablaba de los restaurantes y las cocinas de la Provenza, los huertos y granjas familiares que las alimentan.
Tenía razón en algo. El kilómetro cero no era un invento de los cocineros daneses; ellos solo crearon el término y radicalizaron la apuesta. La dinámica en la que se basa es tan antigua como la cocina.
Me sorprendió que olvidara la parte que me parece más importante. Las cocinas populares ecuatorianas llevan miles de años aplicándolo: guisan con lo que cultivan o crían en sus alrededores.
Es la esencia de la prosperidad y el desafío identitario de los valles interandinos, capaces de abastecer su despensa a lo largo del año sin necesidad de buscar más lejos de sus límites geográficos.
Dependiendo de las alturas y los climas, ofrecen frutas, hortalizas, tubérculos, granos andinos, carnes y a menudo pescados.
También en esto perdimos la memoria. Recuperarla equivale a conservar, respetar y reforzar la identidad de nuestras cocinas.
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