Las deliciosas sorpresas de los agachaditos de La Vicentina
Puesto de comidas típicas en La Vicentina.
Cortesía.
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Hará unos diez años, tal vez unos meses más, de la segunda vez que vine a Quito. La primera fue tres años antes y no pasó de relámpago; nada recordable.
Recuerdo bien aquel segundo viaje por algunas razones. Una mala, en forma de personaje tóxico que se me cruzó en el camino, y otras muchas buenas; la mejor entre ellas, que me llevaron a los agachaditos de La Vicentina.
No puedo decir que la visita me hizo entender la cocina de Ecuador, o que me llevó a quererla porque no sería cierto. Las dos cosas llegaron más tarde con otras historias y otras experiencias.
La visita, ya empezada la noche, tuvo mucho de catarsis. Las emociones que sentí aquella tarde alimentarían otras historias que se concretaron después.
No sabría decir qué me conmocionó más, si el gentío en medio de la llovizna, los puestos rezumando vida por los cuatro costados, en los que se cruzaban el humo, las luces, los olores y las voces de las vendedoras, o los descubrimientos que se acumulaban conforme recorría la plaza.
Fui de sorpresa en sorpresa. Aquí fue el yaguarlocro, allí el caldo de manguera, las tripas del otro, y luego el locro, las mollejas del pollo, y la morcilla... Todo era nuevo, aunque algunos hallazgos se parecieran a viejos conocidos, como sucedió con la guatita.
Todo, o casi todo, era diferente y además estaba vivo, mostrando la esencia de las cocinas populares, siempre sabias, siempre cercanas, siempre vinculadas a la memoria más íntima, que se construye a partir de los sabores heredados de generaciones anteriores.
Y todo exigía una atención que era imposible negarle. Pedí plato tras plato, probando todo, casi sin poder parar.
Recuerdo el encuentro con el yaguarlocro. La sorpresa de la sangre desmigada en el caldo, caliente y reconfortante, la papa mostrando un origen ligado de alguna manera a la familia casi infinita de los locros, y el contrapunto suave y tibio del aguacate enmarcando sabores.
Tampoco olvido el encuentro con la morcilla blanca, el tocino, la carne, las especias, la tripa rellenada a mano, una a una…
Desde entonces soy un incondicional del yaguarlocro, como lo soy de la tremenda sopa de manguera.
Procuré volver a la Vicentina casi en cada nuevo viaje. Ya más tranquilo, a menudo solo, para pasear entre los puestos, empaparme de los olores, dudar delante de cada uno y acabar eligiendo el plato que comería ese día.
Volví hace solo unos días. Era pronto y el puesto del yaguarlocro y el caldo de gallina de Doña Rebequita todavía andaba a medio ritmo, como tomando fuerzas antes de que la noche le trajera la clientela habitual.
Me detuve delante del puesto de Doris Tonato, con su seco de pollo y su guatita, y el de los morochos de Doña Marianita, dudé en el de las tripas de Fabiolita, siempre fronterizas con las de Blanquita, y acabé siendo reclamado por las papas con cuero de Doña Mari. Fue una buena noche.
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