Justo Morán, el guardián de la farra quiteña en La Mariscal
Después de la muerte de su esposa, vino a Quito y se convirtió en el custodio de las fiestas. La farra es el motivo que mantiene con vida a Justo Morán.
Por décadas, Justo Morán ha sido el pasaporte a la buena fiesta quiteña.
Archivo Mundo Diners
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Tiene la cabeza rapada y lleva un afeitado al ras en sus mejillas, lo que hace que su mentón sea aún más vistoso. Si lo encuentra en la calle, sabe que es de esos tipos con los que es mejor no meterse. Pero si lo ve en la puerta de la disco, descubre que es el pasaporte para una fiesta, para una buena farra.
Justo asegura que ese rictus de pocas pulgas es una impostura, pero que le ayuda a mantener el orden. De hecho, la mayoría de gente de la vida nocturna quiteña lo respeta. Y no es para menos: durante dos décadas lo han visto vigilante en las puertas de míticos lugares como La Bunga y El Aguijón. Quienes lo conocen bromean y lo abrazan. Las mujeres lo saludan con beso.
Justo Manuel Morán Gonzabay es el cancerbero de las fiestas, el san Pedro de la diversión. Es el testigo de la metamorfosis de las farras y el archivo vivo de aquello que se ha congelado en el tiempo a la hora de bailar. Suya es la llave del paraíso del entretenimiento.
Farra: cielo e infierno
Antes de ir al cielo, tuvo que pasar por el infierno. “No, pues, me la mataron a mi Mary. Ella era brava, una mujer muy ‘guerrillera’ que defendía lo que quería. Por una pelea por tierras, unos vecinos se la cobraron. En una fiesta le dieron licor adulterado y nunca más despertó la pobre. Eso me traumó por completo”.
Cuando Justo enviudó tenía veintidós años y saltaba entre Babahoyo, Guayaquil y Durán haciendo múltiples trabajos. Una amiga le recomendó que él y sus hijos se fueran a Quito para empezar de cero.
Justo partió solo. El día que lo hizo, la Costa ecuatoriana estaba inundado. Su patrimonio estaba en una pequeña mochila que alcanzo a salvar de la lluvia.
“Empapado llegué a Quito. Ya ahí me bañé por el terminal y me encontré con mi amiga. Nos fuimos a vivir a Toctiuco”. Su primer empleo fue en una empresa de seguridad. Lo mandaron de guardia al entonces Congreso Nacional.
“No me preguntes qué hacía el Galo Benítez (rey Midas de las discos) por ahí, pero le conocí en el Congreso y me puse a trabajar con el pana en esta vaina que me encanta”, dice saltando de la silla. Lo hace con el ademán de quien está apunto de lanzarse ala pista de baile.
Así empezó en La Bunga y después acompañó a Galo en El Aguijón. Su última aventura juntos fue el Café Democrático. “En El Aguijón yo le metía hasta tres mil gentes en los conciertos. Era harto cerebro para convocar a las personas”.
La Mariscal no es la de antes
La Mariscal ya no es esa colonia de hormigas que sonaba como colmena de avispas. De hecho, más del 50% de los locales está cerrado. Entre restaurantes, discotecas, karaokes y demás comercios, suman 741 espacios de esparcimiento. De esos, 321 están abiertos, según los datos de la Administración La Mariscal hasta abril de 2023.
Sin embargo, hay situaciones que no cambian. Los enganchadores aún poseen esa actitud de tigre tras su presa y buscan que las personas entren al lugar que promocionan. Ofrecen combos de cervezas, canciones gratuitas, barra libre durante las 'happy hours'. No importa cuántos sean los bailadores, los parlantes no escatiman y sueltan melodías de perreo y bachata.
“(La Mariscal) Ya no es lo que era antes del virus”, dice Justo con cierta nostalgia. Extraña la multitud, el embotellamiento de automóviles, las largas filas. Pero aclara que "a mi me gusta este lugar. La gente sigue viniendo a la Zona, aunque no en la cantidad de antes. Está más botado, pero siempre hay fiesta”.
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