'Ataúd en llamas': la tragedia de una ciudad permanece en un libro
Los testimonios en este libro pueden ser duros, romper a alguien, doler, pero son importantes y necesarios. La verdad no son solo las cifras.
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Quizás la memoria humana sea corta y deja de lado lo trágico como un mecanismo de defensa: eso que duele es mejor -si no se lo puede ocultar del todo- mantenerlo en un nivel no tan importante del relato.
Un relato que tiene que ver con la forma de experimentar y percibir la vida. Y ante el coronavirus, la pandemia y la destrucción que arrastró en Guayaquil entre marzo y abril de este año, el camino está en avanzar, en levantarse.
En seguir al pie de la letra la idea de que la ciudad se eleva “como el Ave Fénix” luego de un incendio. Y el fuego es histórico en Guayaquil.
Pero a veces, las llamas se llevan muchas cosas y la memoria se convierte en la única manera de aceptar aquello que aseguró alguna vez el filósofo francés Clément Rosset: La realidad es cruel por su condición de real.
Es decir, la vida no duele porque sea difícil, sino porque es lo que es, porque sucede.
Es posible que de ese dolor se obtengan nuevos conocimientos y reflexiones, más allá de los datos oficiales y lo que digan las autoridades sobre el manejo de la crisis.
Por eso, un libro como Ataúd en llamas (UArtes Ediciones y Mecánica Giratoria, 2020) aparece para reflejar esa crueldad. Para hacerle frente a la idea de que se puede salir adelante dejando de lado lo que pasó.
Porque fue una tragedia. Porque gente murió sin atención, gente enfermó a diestra y siniestra, porque relaciones enteras se interrumpieron. Y eso duele y es necesario que se mantenga como parte del discurso, como una parte fundamental de ese relato general.
Que no se olviden esas pequeñas historias que aquí cuentan escritores, gente del periodismo, personas que utilizan la palabra. No para engalanar las páginas, sino para molestar, contrariar, hacer memoria.
Los amigos del barrio que desaparecen
Ataúd en llamas se articula gracias al trabajo de Gabriela Ruiz Agila, escritora y periodista quiteña.
Ahí existe una manera clara de afrontar este texto: una mirada que no estaba en la ciudad entra en contacto con guayaquileños para -a través de llamadas, correos y mensajes de texto-, durante los puntos más altos de la crisis y semanas después, empezar a desenhebrar la maraña total.
Así, aparece en primer lugar el recuento de la gente que ya no se va a ver. El sentido del encierro, de la soledad, de los pésames diarios que se debieron dar. La pesadez de las noticias, de los comunicados y expresiones en redes sociales.
El temor por la gente cercana, por los amigos y amigas que están solos.
Por quienes no saben dónde están sus familiares que entraron a hospitales cuando la crisis crecía y se comía a mordiscos cualquier sensación de bienestar.
Los relatos de horror, como el que hace Jéssica Zambrano sobre la muerte del periodista Augusto Itúrburu, a quien le robaron sus documentos y equipos para, luego, entrar a la cuenta de ahorros de su padre -que él manejaba-, y hacer retiros hasta vaciarla, mientras moría por Covid-19.
Más horror con la desesperanza que Laura Nivela logra trasladar en su testimonio sobre el cuidado a su madre contagiada, a la que vio de un color gris y de quien incluso parecía ya despedirse.
Un horror que no da tregua, cuando hay confesiones sobre qué hacer en caso de que la madre falleciera. Un instante realmente duro de leer, nadie puede imaginarse cómo es vivir algo así.
El terror es también tener la conciencia clara de que la muerte de un padre -un año atrás- resultó una bendición, tomando en cuenta lo que pasaba en esos días. Como lo refiere Solange Rodríguez.
El horror está en esa especie de crónica de barrio en la que el poeta Cristian Avecillas habla sobre la muerte de su gente cercana, de la madre de su amigo no vidente y cómo alguien ha decidido darle una mano haciendo un ataúd para poder enterrarla.
Incluso en lo terrible hay espacio para lo solidario, para lo bello.
Y hasta para la esperanza. Como se percibe en el testimonio del narrador Andrés León, que habla del cumpleaños de su esposa en medio de la crisis y de cómo hacer lo posible para que su hijo pequeño sea la certeza de que no todo está perdido.
Reflexiones, puntos de vista, perspectivas desde fuera de Guayaquil, desde creencias en otro tipo de espiritualidad y en una medicina alternativa, hasta el desamparo absoluto.
En Ataúd en llamas, Gabriela Ruiz Agila recoge vivencias de varias semanas, las condensa en páginas duras -que incluyen un ensayo visual del fotógrafo y arquitecto guayaquileño Vicho Gaibor sobre la soledad de la ciudad en esos días- y las expone para complicar el relato oficial.
Para ampliarlo y dejar en claro que lo que pasó fue de una crueldad brutal. Pero pasó.
Se quedó en la vida de muchas personas y ahora en este libro, hecho para que Guayaquil mire a su pasado inmediato con todos los detalles y aristas posibles.
Ataúd en llamas se puede descargar gratuitamente haciendo clic aquí.
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