"Trump expresaba sus opiniones con la intención de que uno tuviera un poco de miedo", dice la exgobernante alemana Angela Merkel
Angela Merkel, excanciller federal de Alemania, no ha dado declaraciones desde el 2021. Escribió sus memorias en un libro de 800 páginas donde reflexiona sobre su tiempo en el poder, su vida en la República Democrática Alemana y su legado en la política.
La excanciller alemana Angela Merkel en la presentación de su libro "Libertad: memorias 1954 - 2021" ("Freiheit") en el Deutsches Theater en Berlín, Alemania, el 26 de noviembre de 2024.
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AFP
Autor:
Marc Bassets
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Un día, calló. No es lo habitual en los dirigentes políticos. Ella lo fue todo. Canciller de Alemania entre 2005 y 2021, cuatro veces reelegida en el cargo y, entretanto, crisis políticas, económicas, sanitarias. Se fue por su propio pie, porque decidió no volver a presentarse. Nunca perdió. El 8 de diciembre de 2021 le traspasó el poder a su sucesor y no volvió a hablar, salvo en ocasiones excepcionales. Desapareció.
Tres años después, aquí está Angela Dorothea Merkel (Hamburgo, 70 años). Entra en la habitación y saluda al equipo de El País Semanal, y es la misma de entonces: la naturalidad en la distancia corta, el buen humor que puede sorprender —durante la sesión de fotos dirá que, para sonreír ante la cámara, piensa en “tapas” españolas— y a la vez un autocontrol y una meticulosidad cortantes. Mientras sonríe, mide cada palabra, cada gesto.
Merkel ha vuelto: publica sus memorias, Libertad, escritas a cuatro manos con su leal colaboradora Beate Baumann (RBA, en castellano, con traducción de Christian Martí-Menzel y Rebeca Bouvier Ballester), y en las 800 páginas de libro, y también en esta mañana brumosa de noviembre en el legendario hotel Adlon en Berlín, rompe el silencio y es la misma de entonces. Pero el mundo es otro.
Donald Trump ha sido elegido por segunda vez presidente de Estados Unidos. Alemania está en recesión. La coalición que encabezaba el canciller Olaf Scholz en el país se acaba de romper: el sucesor de Merkel habrá durado poco más de tres años y el final de este Gobierno habrá sido convulso. Ni una cuarta parte de lo que ella duró antes de marcharse ordenadamente, sin drama ni ruido.
¿No siente a veces la tentación de volver a la política para poner de nuevo sus conocimientos y su experiencia al servicio de los ciudadanos? ¿No piensa a veces: “Yo lo haría así o asá”?
Fui canciller durante 16 años y no siento la necesidad de volver. Serví a Alemania durante mucho tiempo e intenté hacerlo lo mejor que pude. Siempre llega el momento en que los sucesores tienen que continuar con la tarea. Por supuesto, a veces pienso en cómo pensé y actué yo en una determinada situación. Y precisamente por eso escribí mis memorias. Pero no volveré a involucrarme en la política actual. Mi tiempo en la política activa ha terminado.
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Su tiempo: basta mirar por la ventana de la habitación donde se desarrolla esta entrevista para entender el significado que tuvo este tiempo para ella, para Alemania, para Europa, para el mundo. La ventana da a la Puerta de Brandeburgo, símbolo de la división y la unión de Berlín. Por aquí pasaba el muro durante la Guerra Fría y desde el otro lado el 40º presidente de Estados Unidos, Ronald Reagan, le dijo en 1987 a Mijaíl Gorbachov, el líder soviético: “Señor Gorbachov, derribe este muro”.
Dos años después del discurso de Reagan en 1989, el muro cayó y todo cambió. También para Angela Merkel, hija de un pastor protestante y una maestra que, cuando la futura jefa de Gobierno acababa de nacer, habían emigrado desde Hamburgo, en el Oeste, a la República Democrática Alemana (RDA). Es un puro producto de la Alemania comunista, física de profesión, media vida bajo una dictadura y otra media en un país democrático y libre. Tenía 35 años el 9 de noviembre de 1989.
Su tiempo en la política —el ascenso en la Unión Demócrata Cristiana (CDU), el gran partido de la derecha alemana, su partido, y hasta sus años al frente de Alemania— quizá fue un paréntesis en la historia. Se inició con aquel instante único en que parecía triunfar la libertad y la democracia, “el fin de la Historia” de Fukuyama. Se cierra con el triunfo de Trump, la guerra de Vladímir Putin y la ola populista y de extrema derecha en las democracias occidentales.
Escribe en el libro: “Si queremos vivir en libertad, debemos defender nuestra democracia, dentro y fuera, de quienes la amenazan”. En 1989 pensábamos que la libertad había triunfado. ¿Hay razones hoy en día para temer por la libertad y la democracia?
Tengo 70 años ahora y el tema de la libertad ha sido una constante en mi vida. Durante los 35 años que viví en la República Democrática Alemana (RDA) eché de menos la libertad, pero mis padres me la dieron en el ámbito de la familia. Al escribir este libro, he podido mirar atrás, a esa época en la que no existían libertades en el ámbito del Estado. Hoy, después de la euforia de 1989 y 1990, observo que vuelven a existir partidos y corrientes políticas que intentan restringirlas. Por eso creo que hay que luchar por el valor de la libertad, que tenemos que repetirle a cada generación que es algo valioso, que no se la puede dar por sentada, que hay que ganársela una y otra vez. La libertad incluye el respeto a los demás, la tolerancia, la capacidad de llegar a consensos. Todo esto hay que practicarlo una y otra vez, en cada generación.
¿Tiene una idea distinta de la libertad por haber vivido 35 años bajo un régimen dictatorial?
Creo que yo y todos los que hemos vivido en la RDA o en otras dictaduras —también hubo una en España hace muchos años— conocemos el deseo de libertad. En la RDA la anhelábamos, sentíamos el deseo de que nuestros talentos, nuestras habilidades y nuestros sueños no se toparan siempre con limitaciones —tanto estatales como personales—, sino que pudiéramos desarrollarnos libremente. Eso, por supuesto, lo recuerdo. Por ello, hoy estoy muy agradecida por la libertad y por las posibilidades que conlleva. Al mismo tiempo, la libertad es también siempre agotadora y exigente, porque requiere constantemente que uno asuma la responsabilidad de su propia vida y de la de los demás.
¿Pero no tiene miedo de que ahora la era que pareció empezar en 1989 pueda estar llegando a su fin?
Siempre he dicho que el miedo no es buen consejero. Pero estoy preocupada y creo que tenemos que cuidar la libertad. Hoy nos enfrentamos a desafíos y dificultades que no había en el pasado, por ejemplo a causa de las redes sociales, y también por la tendencia de que todo se perciba en blanco o negro y de que los matices de gris y de colores desaparezcan en favor de los extremos.
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En sus encuentros con Angela Merkel, Barack Obama o Emmanuel Macron debían de observarla con curiosidad y fascinación. Era una extraterrestre. Una política particular a la que era difícil imaginarse mirándose en el espejo al inicio de su carrera y diciéndose, como tantos: un día voy a llegar a lo más alto. Una política a la que el poder no deslumbró —o al menos ella no lo mostró— ni transformó. No la deshumanizó y, si lo hizo, no se notó. La vanidad y el narcisismo no figuran entre sus defectos; tampoco la fantasía ni la audacia entre sus virtudes. En su manera de hablar y de razonar, y en su estilo, no puede ocultar, ni lo quiere, sus orígenes. Es una mujer protestante del Este, una científica que ya tenía buena parte de su carrera hecha cuando entró en política; todo esto nunca dejó de serlo.
Y Putin ¿cómo la vería, a ella que aprendió ruso en la escuela de la RDA, él que hablaba alemán de sus tiempos de agente del Comité para la Seguridad del Estado (KGB) en Dresde? En las memorias, Merkel explica que tiene miedo de los perros desde que le mordió uno en 1990, y recuerda cuando, durante una reunión, el presidente ruso intentó intimidarla soltando a Koni, su labrador negro: “Por la expresión de Putin interpreté que estaba disfrutando la situación, así que me pregunté: ¿Solo quiere ver cómo reacciona una persona en apuros? ¿Se trata de una pequeña demostración de poder?”.
¿Y Trump? “Aparentemente, el presidente ruso le fascinaba”, escribe. Y sigue: “En los años siguientes tuve la impresión de que [a Donald Trump] le seducían los políticos con rasgos autocráticos y dictatoriales”.
Como canciller federal, usted trató con frecuencia con Trump durante su primer mandato presidencial. Y escribe: “Él consideraba todo desde la perspectiva de un inversor inmobiliario… Todos los países participaban en una carrera en la que el logro de uno significaba el fracaso de otro”. ¿Tiene algún consejo para los políticos activos hoy sobre cómo enfrentarse a él a partir de ahora?
No tengo consejos, pero sí experiencia. Mi experiencia es que hay que intentar ser uno mismo. Yo siempre he intentado ser yo misma. Expresaba mis opiniones y Donald Trump expresaba las suyas. Y a veces las expresaba con la intención de que uno tuviera un poco de miedo de esas opiniones. Yo expresaba mi opinión con confianza y alegría, porque estaba convencida de ella. No hay que preocuparse en una conversación pensando que uno nunca podrá salirse con la suya. Cada persona tiene sus propios intereses, y hay que conciliar estos intereses, aunque a veces sea difícil.
Sin duda es un buen método para cualquier interlocutor, pero ¿con Trump no es algo diferente?
El problema es que él no cree en el win-win (ganar-ganar), en las situaciones en las que todos ganan, sino que piensa en categorías de ganadores y perdedores. Si un político hace concesiones, si le da algo a otro y este otro también le da algo a cambio, ambos habrán ganado algo, porque juntos son más fuertes que solos. Ese es también el principio fundamental de la Unión Europea. El contrario es Make America Great Again, un concepto que únicamente busca lograr la fortaleza del propio país, lo que en muchos casos solo puede funcionar quitándoles o negándoles algo a otros países.
En el libro, escribe sobre la época de la RDA, un tema del que ha hablado poco en los últimos 35 años.
El muro cayó en 1989, justo aquí donde estamos sentados, e inmediatamente me dediqué a la política y no tuve tiempo para pensar detenidamente en cómo había sido vivir en la RDA. El proceso de escribir este libro me permitió, por primera vez, realizar una reflexión realmente profunda.
Solo en uno de sus últimos discursos habló abiertamente de aquello y lamentó que su experiencia de la vida en la RDA se considerara un “lastre”. En su propio partido se veía así. En otra ocasión, incluso la tildaron de “alemana federal de formación [no de nacimiento]”. ¿Esto le dolió?
Sí, me dolió. Curiosamente, ninguno de estos comentarios se hizo en los años noventa, sino a principios de esta década. Solo pude hablar de ello de esta forma al final de mi mandato. Antes siempre me consideraba la canciller de todos los alemanes, tanto orientales como occidentales. En lugar de decir “fíjense en lo que significa ser la primera mujer y la primera alemana oriental en este cargo”, intenté, como lo exige mi juramento, servir a todo el pueblo alemán y no hacer hincapié en las diferencias entre Este y Oeste. Cuando dejé el cargo quería reseñar esta faceta con más énfasis que antes.
Usted escribe: “Hasta el último día en que tuve responsabilidad política, durante más de 30 años, me acompañaría la cuestión de cuándo y cómo se completaría realmente la unidad alemana”.
La unidad alemana no se ha completado. ¿Cuándo lo hará? Yo solía decir que será completa cuando las diferencias entre Mecklemburgo-Pomerania Occidental y Schleswig-Holstein [dos Estados federados vecinos en el norte de Alemania, antiguamente separados por la frontera interalemana] sean menores que las que existen entre Mecklemburgo-Pomerania Occidental y Sajonia [dos Estados que pertenecían a la Alemania Oriental, uno ubicado en el norte de aquel país y el otro en el sur]. Pero resulta que sí existen diferencias estructurales entre los alemanes orientales y occidentales, por ejemplo, en su relación con los partidos políticos. A raíz de la experiencia en la dictadura de la RDA, existe un nivel de escepticismo completamente distinto en los nuevos Estados federales [los que pertenecían al Este] que en los antiguos [los del Oeste] en cuanto a la afiliación a un partido. Además, hubo un gran éxodo de personas del Este hacia el Oeste. Muchas personas se mudaron a los Estados federados antiguos después de la reunificación alemana porque no encontraban trabajo en los Estados nuevos, pero luego faltaban en estos lugares. Estos problemas persistirán durante algún tiempo. Quizá todos, yo incluida, hayamos subestimado lo que dura un proceso de este tipo en un Estado en el que no hubo libertad durante 40 años.
En cuanto a los partidos políticos, en las recientes elecciones regionales en el este de Alemania, partidos de extrema derecha y populistas obtuvieron más del 40% de los votos.
Esto es un gran problema. Estos partidos y parte de su electorado tienen objetivos que no comparto. Lo que cuenta para mí es la dignidad humana, que es inviolable para todos en Alemania. No se puede tolerar el odio hacia determinados grupos, como los ciudadanos extranjeros. Sin embargo, los partidos democráticos por supuesto tienen que intentar convencer a quienes votan por estos partidos —solo para manifestar su descontento con ciertas evoluciones— de que la negativa y la protesta como únicas acciones no servirán para nada.
Actualmente los partidos de extrema derecha son un dolor de cabeza en muchos países europeos.
Por eso tenemos que seguir haciendo campaña por la libertad una y otra vez. En la actualidad, la Alternativa para Alemania (AfD) intenta apropiarse de la frase “Nosotros somos el pueblo”, que proviene de la Revolución Pacífica en la RDA en 1989, para excluir a otras personas. Pero yo creo que nadie debe definir de esta manera quién es el pueblo, quiénes pertenecen al pueblo y quiénes están excluidos. Más bien, cada persona que vive en un país y tiene la ciudadanía forma parte de ese pueblo.
¿Y cómo deberían tratar los demás partidos a los partidos de extrema derecha?
Creo que es correcto determinar que no se formarán coaliciones y no habrá cooperación con ellos. Pero al mismo tiempo hay que ver qué problemas concretos existen para resolverlos adecuadamente. En muchos países europeos tenemos el problema de que, en las regiones rurales, la decepción de la gente es mayor que en las ciudades. En demasiadas ocasiones, la infraestructura en el campo es mala, muchos lugares no están bien comunicados, faltan colegios y médicos. Estas preocupaciones de las personas deben tomarse en serio. Pero no puede haber ninguna cooperación con partidos que promuevan la marginación de personas, que quieran que ciertas personas simplemente no pertenezcan a la sociedad, aunque lleven mucho tiempo viviendo con nosotros.
En algunos gobiernos regionales de España, el conservador Partido Popular ha gobernado junto con el partido de extrema derecha Vox.
No puedo dar consejos a España, pero tengo claro que en Alemania no debería haber ninguna cooperación entre los partidos democráticos y la AfD.
Hay una fecha crucial en el libro y en su carrera: la noche del 4 al 5 de septiembre de 2015, cuando usted decidió abrir la frontera alemana a los refugiados atrapados en Hungría. Cuando ahora ve que los políticos de Europa y América triunfan con mensajes antiinmigración, y que incluso un canciller socialdemócrata como Olaf Scholz impulsa medidas restrictivas en ese campo, ¿cree que el mensaje de septiembre de 2015 ha caído en el olvido?
Mi decisión de no rechazar a los refugiados procedentes de Hungría en la frontera entre Austria y Alemania, en la noche del 4 al 5 de septiembre de 2015, fue una decisión a favor de personas que se encontraban en territorio europeo.
En Europa hablamos todos los días de nuestros valores. Pero al mismo tiempo escribo en mi libro que, siendo canciller, no solo tuve que tomar esta decisión en la situación de emergencia humanitaria el 4 y 5 de septiembre de 2015, sino que también tuve que encontrar soluciones que perduraran más allá de esas fechas y contribuyeran a combatir la migración ilegal.
Quiero mencionar en este contexto el acuerdo entre la Unión Europea (UE) y Turquía. Muchas de las medidas que se están tomando hoy, por ejemplo los acuerdos con Túnez o Libia, son una continuación de mi política de entonces. Esta forma de actuar intenta lidiar con las causas de la migración, contribuyendo a que quienes propagan el odio y el resentimiento frente a los extranjeros, como la AfD, no sean los que marquen la agenda. El problema es la inmigración ilegal, que haya personas que paguen mucho dinero a contrabandistas y traficantes de personas, que haya gente que ponga en peligro su vida, que los más necesitados tal vez ni siquiera puedan venir porque las mujeres, por ejemplo, a menudo no tienen la fuerza para embarcarse en esas rutas de escape.
Debemos intentar combatir los problemas desde su raíz y, si las personas deciden abandonar su patria, por lo menos, darles la oportunidad de vivir cerca de ella. Por ello, apoyé firmemente el acuerdo UE-Turquía, que ha permitido reducir la inmigración ilegal desde Turquía. Pero eso implica apoyar a ese país por acoger a un gran número de personas. Se me ha criticado por llegar a este acuerdo con el presidente Erdogan argumentando que él no era un verdadero demócrata. Pero creo que a veces tenemos que trabajar en conjunto con políticos que tienen convicciones diferentes si esta cooperación sirve a nuestros propios valores e intereses.
Su exministro del Interior Horst Seehofer dijo recientemente que su política migratoria de 2015 “llevó a la AfD a los Parlamentos”.
Se conoce que estamos en desacuerdo en cuanto a las medidas que hay que tomar para combatir eficazmente la migración ilegal y que a la vez esas medidas correspondan a nuestros valores humanitarios. Europa no puede resolver este problema aislándose, sino sobre todo mediante la cooperación con los países de origen de estas personas.
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Angela Merkel capeó —bien o mal— las crisis, pero no modeló Alemania, ni Europa ni el mundo. Gestionó más que previó. Paró los golpes pero no anticipó los que vendrían. 'El engaño' se titula uno de los libros que, tres años después de abandonar la escena, examina su legado, y describe los años tras la marcha de Merkel como “un difícil despertar” tras una era de bienestar. Es como si la canciller hubiera anestesiado a los alemanes y estos gustosamente se hubieran dejado anestesiar. En 2021 abandonó la escena envuelta en el aura de estadista: la líder de Europa. Hoy, en su país, pasa por una especie de purgatorio. Se le achacan sus dificultades para haber preparado a Alemania para las guerras y la recesión, el proteccionismo y un tablero geopolítico dominado por matones. Y desde su propio campo, incluso, se la acusa de haber alimentado a la extrema derecha con su política de acogida de inmigrantes.
Tres años después de que usted dejara el cargo, cada vez se oyen más voces críticas en su país con relación a su legado. Se subraya que, tras una era de prosperidad, la era Merkel, se han roto los pilares de esa prosperidad: el gas barato de Rusia a través del gasoducto Nord Stream, la seguridad militar brindada por Estados Unidos y las exportaciones a China. ¿Se siente responsable por haber mantenido estas dependencias y no haber previsto las crisis actuales?
Después de 16 años en el cargo de canciller federal, me parece natural que se hagan estas preguntas. Durante mi Gobierno trabajé para evitar en lo posible una guerra como la que el presidente ruso, Putin, inició contra Ucrania en 2022. Ese ataque ha generado una situación nueva, a la que por supuesto hay que reaccionar con medidas nuevas. Ucrania debe tener un futuro en paz y libertad como Estado soberano. Este objetivo no se logra solo militarmente; la capacidad de disuasión debe ir acompañada de medios diplomáticos que deben pensarse con antelación y estar disponibles en el momento adecuado. Si no hubiera comprado gas ruso, Alemania habría tenido el problema de los altos precios de la energía 10 años antes, y también es verdad que en aquella época las alternativas más costosas carecían de aceptación en el país.
Además, me pareció apropiado intentar mantener un intercambio comercial con Rusia, también por razones políticas, para seguir en contacto con el país. Esto significa que cada época tiene sus desafíos. Podemos ver a cuánta presión está sometido el multilateralismo si observamos la política de China.
He intentado superar las grandes crisis —la financiera mundial, la del euro, Ucrania, los refugiados, el coronavirus…— de tal manera que Europa se mantuviera unida. Lo hemos logrado. Ahora nos enfrentamos a nuevos e importantes problemas, y son otros los que tendrán que resolverlos. Esto incluye nuestra capacidad de defensa. Por supuesto, tendríamos que haber logrado el objetivo de la OTAN del 2% en gasto de defensa más rápidamente. No solo Donald Trump, sino también Barack Obama ya se había quejado de que la contribución de Alemania en este ámbito no era suficiente. Nuestros gastos en defensa subieron hasta el final de mi mandato, pero no tanto como yo misma también hubiese querido. No logré convencer a mis socios de coalición de que eso era necesario y no obtuve las mayorías parlamentarias necesarias para ello. Por eso hay que conseguirlo ahora. En este aspecto me hubiese gustado lograr más. Y tengo que asumir que ahora la gente me critique por ello.
Usted dice que contribuyó a salvar el euro tras la crisis financiera de 2008, pero las medidas que apoyó o promovió fueron muy duras para el sur de Europa, incluida España. ¿Comprende que su imagen, que era excelente internacionalmente, se haya visto dañada en estos países porque muchas personas asocian su política con años de sufrimiento? En estos países, Merkel es sinónimo de austeridad.
Lo comprendo. Y, sin embargo, creo que las reformas eran necesarias. Mire, yo vengo de la RDA y en los nuevos Estados federados también tuvimos una tasa de desempleo altísima después de la reunificación alemana. Sé lo que eso significa para la gente. No cabe duda de que las medidas de austeridad y las reformas representaron una época muy muy difícil en España, en Portugal, en Grecia. Pero creo que la situación solo mejoró gracias a esas reformas. Durante esta época dura se sentaron las bases para la mejora. En la política hay situaciones en las que tienes que vivir con una mala imagen. Pero lo puedes afrontar si estás convencido de que estás haciendo lo correcto. Eso se aplica a la política con respecto a los refugiados que yo llevé a cabo, y se aplica a la política europea, y también a la política frente al coronavirus y los otros grandes temas.
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Hay dos claves biográficas o personales que, más allá de sus éxitos y fracasos políticos, definen a Angela Merkel. La primera, haber crecido en la Alemania Oriental y, por tanto, haberse sentido siempre como ente extraño, empezando por su propio partido, la CDU, un partido muy occidental. La segunda es ser mujer, que también la marcó: fue la primera y por ahora única mujer que ha liderado Alemania. Pero también en eso fue un ente extraño en la misma CDU que, además de muy occidental, era muy conservadora y muy masculina. Y también por eso se la subestimó: “La muchacha de Kohl”, la llamaban, en referencia al canciller que la promocionó y a cuya caída por la financiación irregular del partido contribuyó ella decisivamente, años después.
Merkel tiene la experiencia del desprecio y sus partidarios pueden argumentar que ahora, al cuestionarse a fondo su legado, no se hace otra cosa que continuar atacándola pese al lugar fundamental que ocupa ya en la historia de Alemania y de Europa. Pero quienes la han despreciado habitualmente han acabado perdiendo la partida. Lo llamativo, volviendo a sus rasgos personales —ser de la antigua Alemania Oriental y ser mujer—, es que, durante su ascenso al poder y sus 16 años en él, evitó hacer bandera de ellos. Los disimuló.
Siempre ha evitado declararse feminista. Pero ahora escribe en sus memorias que respondería de otro modo, que diría: “Sí, a mi manera, soy feminista”. ¿Cuál es esa manera?
Quiero la participación igualitaria y paritaria de las mujeres en todos los ámbitos. Esto no significa una cuota del 20% o del 30%, sino, a ser posible, el mismo número de hombres y mujeres en las distintas profesiones, en los distintos cargos directivos y en la política. También para los hombres están cambiando muchas cosas en la sociedad, ellos también han desempeñado un papel determinado durante siglos. Ya lo vemos en la familia, por ejemplo, a la hora de educar a los hijos. Queremos que hombres y mujeres, padres y madres, se repartan el trabajo a partes iguales. Por eso introdujimos el subsidio parental, por ejemplo, que también permite a los hombres tomarse unos meses de baja por paternidad. Al principio hubo burlas al respecto, la gente hablaba de un “voluntariado para cambiar pañales”. Así que feminismo sí, pero no un feminismo que enfrente a hombres contra mujeres, sino uno que permita a hombres y mujeres cambiar en conjunto de tal manera que podamos hablar de una verdadera igualdad de género.
¿Por qué no dice “soy feminista”, sin adjetivos?
Porque el feminismo, tal y como se había desarrollado en Alemania y quizá también en otros países europeos, era un feminismo que a menudo estaba vinculado a ideas socialistas sobre la sociedad. Era un feminismo que a menudo enfrentaba a hombres contra mujeres. Y ese no era ni es mi tipo de feminismo.
Fue pionera, la primera mujer y hasta ahora la única en ser canciller de Alemania.
Cuando me convertí en candidata para canciller por primera vez en 2005, me di cuenta de que en política ser mujer no era una ventaja. Muchas personas, incluidas muchas mujeres, estaban preocupadas, se preguntaban si una mujer podía desempeñar bien este cargo, si sería lo suficientemente fuerte. La gente siempre tenía presentes únicamente los modelos masculinos. Pero después de que me reeligieran por segunda, tercera y cuarta vez, los alemanes llegaron a confiar en mí.
“Podemos lograrlo” es sin duda una de sus frases que pasarán a la historia. La formuló durante la crisis migratoria. ¿Qué reto actual podría requerir hoy un “podemos lograrlo”?
Creo que el mayor deseo hoy en día es que consigamos seguir viviendo en paz y libertad en una Europa unida. Ese es mi deseo.
El tiempo se agota. La canciller da la entrevista por terminada. Se levanta. Fuera, los turistas pasean por la Puerta de Brandeburgo y, más allá, el barrio gubernamental vive una de sus jornadas más agitadas desde que ella se marchó. Scholz y su coalición al final no aguantaron. Ella está apartada, sí, y es reacia, muy reacia, a comentar la actualidad política de su país. Mide cada palabra, cada adjetivo, pero no ha desconectado. No del todo. Cuando se le pregunta por la actual crisis política alemana, pide que se apague la grabadora (Unter 3, dice, la fórmula periodística alemana que significa que lo que va a decirse es off the record, que no podrá citarse). Y solo entonces dice unas palabras.
Contenido publicado el 23 de noviembre de 2024 en El País, ©EDICIONES EL PAÍS S.L.U.. Se reproduce este contenido con exclusividad para Ecuador por acuerdo editorial con PRISA MEDIA.
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