Fito Páez se sienta al piano de Gershwin en Washington: “Estados Unidos ha reducido la cultura latina al reguetón”
Acompañamos al músico argentino en una visita íntima a la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos, país que aspira a conquistar con su nuevo disco, una ópera rock titulada ‘Novela’

Fito Páez toca el piano Steinway de George Gershwin en una visita, el 11 de abril de 2025, a la Biblioteca del Congreso en Washington.
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Gabriela Passos, Cortesía Exclusiva - El País
Autor:
Iker Seisdedos
Actualizada:
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Fue una tarde “memorable” para el músico argentino Fito Páez. Se arrodilló ante la partitura manuscrita de un concierto para violín de Mozart (“si Dios existe, es él”, dijo); compartió su pasión por el escritor Macedonio Fernández (”sin él, Borges no sería el mismo”); y juntó las manos en un gesto de plegaria al ver tesoros como una primera edición de 'El juguete rabioso', de Roberto Arlt, una tercera de 'El paraíso perdido', de Milton, o un mapa de hace un siglo de la República Argentina, en el que buscó Rosario, ciudad en la que el cantautor nació hace 62 años.
Pero lo mejor llegó al rato, cuando Nicholas Brown-Cáceres, de la división de música de la Biblioteca del Congreso de Washington, abrió la puerta de la estancia en la que la institución conserva un piano Steinway que perteneció a George Gershwin, “héroe absoluto” de Páez. Este exclamó “I don’t believe it!” (¡No me lo creo!) y se abalanzó sobre sus teclas para tocar uno de los pasajes más conocidos de 'Rhapsody in Blue' y, a continuación, un fragmento de 'El vuelo', tema incluido en su nuevo disco.
Páez llevaba toda la semana en Washington (Estados Unidos) para presentar el álbum, 'Novela', recién publicado, en un par de radios influyentes. En ese contexto, la biblioteca lo agasajó, el 11 de abril, con un ritual que reservan a los músicos importantes y que consiste en mostrarles una minúscula porción de sus archivos, unos 180 millones de ítems en total. La idea es extraer joyas que tengan que ver con el visitante, y con Páez, hicieron bien los deberes.
Con el edificio ya cerrado al público, aguardaban sobre una gran mesa objetos que maravillaron al cantante, que estaba de contagioso buen humor: de unas partituras de Astor Piazzolla y Leonard Bernstein a una estampa de la Tauromaquia de Goya y hasta un ejemplar de 'Raíces y recuerdos', las memorias de Abrasha Rotenberg, su exsuegro, padre de su pareja de los noventa, Cecilia Roth (y de Ariel Rot).“Tengo que escribir a Cecilia para contárselo; no lo va a creer”, dijo después Páez.
De Gershwin hay una exposición permanente en la planta baja, donde, además del piano y de otros recuerdos de la vida trágicamente corta del genio, que murió a los 38 años y aún tuvo tiempo, con y sin su hermano Ira, letrista, de dejar una huella indeleble de la música estadounidense: escribir decenas de canciones memorables, óperas ('Porgy & Bess'), musicales ('Un americano en París') y 'Rhapsody in Blue'. “Y todo eso en este sencillo escritorio”, exclamó Páez señalando un mueble estilo decó que perteneció al autor de 'I Got Rhythm' y del que se despidió estampándole un beso. “No necesitaba más”, añadió el músico argentino. “Nada que ver con lo de ahora. Tanto [programa informático de producción] pro-tools, tantas consolas, tan 400 personas para escribir una letra que tiene 18 palabras y 21 autores. [Gershwin] Fue uno de los genios más grandes de la historia de la música. A ver si me llevo algo”.
Cuando la visita íntima hubo terminado ―“íntima” es un decir con una estrella de su categoría; llegó acompañado de varios miembros de su entorno, de un tipo de la discográfica, de unas relaciones públicas de Nueva York, de un equipo de filmación de un documental que Netflix está preparando sobre él y de un integrante de su banda, Carlos Vandera, otro rosarino―, Páez se sentó a hablar con EL PAÍS y recordó que el vínculo con Gerswhin viene de lejos.
El gusto lo heredó de su padre. Cuando era niño, su capacidad para aprender de oído melodías le permitió engañar durante un par de años a su profesor, Domingo Scarafía, que había sido también maestro de su madre, una “gran concertista”, que, dice su hijo, tal vez podría haber llegado a los niveles de la gloria nacional de Martha Argerich si no hubiera muerto ocho meses después de tenerlo a él. Fue al pedirle Scarafía que tocara 'Rhapsody in Blue' a partir de cierto compás cuando descubrió el engaño del niño Adolfo. “Me cerró la tapa del piano y me mandó a casa para que no volviera más”.
Páez también habló de su nuevo disco, un trabajo de cocción lenta. Lo empezó a escribir en 1988, en uno de sus momentos más bajos; las urgencias de otro álbum, Ey!, y la falta de apoyo de su discográfica hicieron que lo aparcara. Aún estaba fresco el recuerdo del asesinato en Rosario en 1986 de sus “dos abuelas” —en realidad, su abuela y su tía abuela, las mujeres que lo criaron— y todavía no había llegado la consagración de 'El amor después del amor' (1992), su disco más vendido, que lo convirtió en una estrella en Latinoamérica y sirvió hace tres años para titular una serie de Netflix basada en su autobiografía.
No le gusta demasiado el concepto, pero 'Novela' (Sony), el nuevo álbum, es lo que, cuando se hacían, solía llamarse una ópera rock. Se trata de un trabajo ambicioso, que cuenta durante sus 70 minutos de duración, “a la manera de Tommy o Quadrophenia, de The Who”, la increíble historia de una escuela de brujería llamada Universidad Prix. Está en un universo paralelo, y dos de sus alumnas rebeldes, Maldivina y Turbialuz, tienen que lograr un romance perfecto entre Loka, hija del dueño del Circo Beat, y Jimmy, guitarrista de una banda de rock de Villa Constitución, ciudad cercana a Rosario.
A Páez, esa historia alocada, que fue cambiando con las décadas, nunca lo abandonó, y el año pasado decidió terminarla. “Mi novia [la actriz Eugenia Kolodziej] se fue seis meses a Madrid, y la acompañé”, recuerda.
“Me dije: no puedo estar todo el día esperando. Pensé en escribir un disco. Y luego: ¿por qué empezar algo de cero si ya tengo este?”.
Fito Páez
Compuso 17 canciones nuevas, grabó parte en un estudio de la ciudad española, pero el grueso lo remató en los estudios de Abbey Road, en Londres.
“Fue un reto difícil, y eso fue lo que me excitó; había un relato que tenía que respetar. No era un disco de canciones… era un cuento. El desafío era comprobar si era capaz de eso. He escrito novelas, relatos, he dirigido películas y, por supuesto, he escrito discos, pero nunca algo así”, sostiene.
Encontrarse con “el Fito de 1988″ le sirvió, explica, para darse cuenta de que aquel joven “estaba muy bien”. “Uno no cambia en lo esencial. Por supuesto que uno ha cometido mucho errores, ha hecho barbaridades, daño. Ha atravesado situaciones horrorosas. Pero yo siento a aquel pibe como al de ahora”.
El resultado es “un mensaje en una botella” lanzado a “un mundo que solo está ocupado en anular la imaginación, instalar el gen de la domesticación y envenenar las vitaminas de la rebeldía”. También una apuesta por el álbum como algo que uno se sienta a escuchar en este tiempo troceado por el streaming, aunque su autor asegura que no está planteado como un “acto polémico”.
Un ensayo de batalla
Con lo que sí piensa “dar una buena batalla” es con su siguiente proyecto: un libro sobre la música del siglo XXI. Es, dice, un “ensayo filosófico, pero no erudito” sobre “algunas problemáticas” que encuentra en “la música popular y la comprensión de lo latino en Estados Unidos”. “Se trata de explicar el contexto. No tanto en lo musical, porque eso no tiene entidad ni siquiera para ser charlable”, advierte. Y habla, claro, del reguetón. “Surge en 1989, previo a la caída del Muro de Berlín, en Panamá, país radar, satélite de Estados Unidos, como Puerto Rico. Los migrantes que vienen aquí llegan con ganas de incorporarse al sistema gringo y eso ha traído una pérdida de tradiciones”. “Estados Unidos es un lugar de extremo poderío y la cultura latina, que es de una riqueza infinita, queda aquí reducida a eso. Mi punto de vista es que hay muchísimo más, aunque no lo parezca. La historia de un continente no se puede borrar. El ensayo nace del hartazgo de escuchar todo el tiempo las mismas voces y los mismos discursos”.
Después de Washington, Páez tenía previsto viajar a Boston, para leer parte de su libro en Berklee. Tenía ganas de confrontar esas ideas con una audiencia joven. ”Todo lo divertido pasaba en la juventud”, considera, “pero ahora son más conservadores, sobre todo los artistas populares; hay una anomalía cultural ahí”. Nueva York era la otra parada de su desembarco en Estados Unidos, país con el que, dice, tiene “una relación extremadamente compleja y hermosa a la vez”. ”Yo he tenido un idilio con la cultura gringa: Sinatra, Miles Davis, Coltrane, Steely Dan, Prince... Después con el hip-hop ya me deja de interesar. Yo fui criado en armonía, en el ritmo y en la melodía. Cuando falla alguno de esos tres vértices, siento que me falta algo”.
Al escuchar la pregunta sobre si se siente como un enviado del futuro, llegado desde la Argentina de Javier Milei al Washington de Donald Trump y la motosierra de Elon Musk, el artista suelta una carcajada que se le atraganta en una sonora tos. “Más que del futuro o del pasado, me parece que tenemos que hablar del smartphone como un elemento de dominación. Así es como ganan las elecciones en Argentina”, explica.
“Por eso es que hay tan pocas movilizaciones, salvo las que hubo del 8-M, las mujeres son el futuro de las luchas. El caso Milei está enmarcado en el del proceso democrático. Entonces a vos te puede gustar o no, pero tiene una base, apoyada en los votos. Así que no queda otra que aguantar cuatro años más”, afirma.
Esta vez no hubo un golpe militar, continúa el músico, “sino una extrema degradación de las instituciones políticas en principio, que son las que deberían defender a la gente. Es una lección para ellos también. Todo esto se puede dar la vuelta porque es lo que tiene el sistema democrático, que está en crisis, porque lo que maneja todo es el sistema financiero. El poder político casi está desaparecido, palabra horrible que forma parte de la cultura argentina. Está eliminado”.
Entre tanto, a Páez ―que durante la pandemia de Covid-19 dio un concierto por streaming desde la soledad de su estudio que vieron centenares de miles de personas, pero a él lo dejó “conmocionado”: ”me faltaba una sola persona ahí”, aclara― aún le quedan “ganas de tirar botellas al mar”. También el consuelo de pensar que las cosas ―“tal vez” y “pese a Silicon Valley”― permanezcan. “Mira nuestro primo del siglo XVIII”, dice sobre Mozart y la partitura con la que se maravilló al principio de la tarde.
Al final, y después de disfrutar de otro exclusivo honor ―hurgar entre las 22 millones de tarjetas en papel del archivo que hay en una habitación cavernosa al otro lado de la gran sala de lectura vacía― el músico firmó en un libro de visitas para mostrar su “agradecimiento” porque le hubieran dejado pasar un rato entre las “maravillas literarias y musicales” del gran “archivo de Babel”. Se despidió de los bibliotecarios, y se aventuró en la tarde lluviosa de Washington seguido de su equipo.
Contenido publicado el 19 de abril de 2025 en El País, ©EDICIONES EL PAÍS S.L.U.. Se reproduce este contenido con exclusividad para Ecuador por acuerdo editorial con PRISA MEDIA.
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